El hombre habría estado sentado en la sombra del
pasillo frente a la puerta abierta hacia fuera.
Mira a una mujer que está tendida a pocos metros de
él en un camino de piedras. A su alrededor un jardín que cae en brutal declive
a un llano, prolongadas lomas sin árboles, campos que bordean un río. Se ve el
paisaje hasta el río. Más allá, muy lejos, y hasta el horizonte, un espacio
indeciso, una inmensidad siempre brumosa que bien podría ser la del mar.
La mujer paseó por la cresta de la
pendiente frente al río y luego volvió allí donde se encuentra ahora, echada
frente al pasillo, al sol. Ella en cambio no puede ver al hombre, la ceguera de
la luz estival la separa de la sombra interior.
No puede decirse si sus ojos están
entreabiertos o cerrados. Parece descansar. Lleva un vestido claro, de seda
clara, rasgado por delante, que deja entreverla. Bajo la seda el cuerpo estaba
desnudo. El vestido habría sido quizá de un blanco deslucido, antiguo.
Así lo habría hecho a veces. A veces también lo
habría hecho en un modo muy distinto. Muy distinto siempre. Es lo que noto en
ella.
No habría dicho nada, ni mirado nada. Frente al
hombre sentado en el pasillo oscuro, se ha encerrado tras los párpados. Por
entre ellos vislumbra la luz enmarañada del cielo. Ella sabe que él la mira,
que lo ve todo. Ella sabe que él tiene los ojos cerrados al igual que lo sé yo,
yo quien miro. Se trata de una certidumbre.
Veo que sus piernas que hasta entonces había
abandonado medio replegadas con aparente negligencia, veo que las recoge, que
las junta siempre más fuerte con un movimiento concienzudo, penoso. Que las aprieta tan fuerte que su cuerpo se deforma y se ve poco a poco privado de su
volumen habitual. Luego veo que el esfuerzo cede bruscamente y, con él, todo
movimiento. He aquí que de pronto el cuerpo tiene la rectitud de una imagen
definitiva. Con la cabeza reclinada sobre el brazo, ella se ha inmovilizado en
esa posición del sueño. Frente a ella el hombre que calla.
Ante ellos, las prolongadas lomas inmutables que
conducen al río. Llegan nubes, avanzan juntas, se persiguen con regular
lentitud. Van en dirección de la desembocadura del río hacia la indefinida
inmensidad. Sus sombras mates son ligeras, por sobre los campos, por sobre el
río.
De la casa en la explanada no llega ruido alguno.
Ella habría vuelto a moverse. Lo habría hecho lenta
y largamente ante él quien mira. El azul de los ojos en el pasillo oscuro que
sorben la luz, bien lo sabe ella, taladrándola. Veo que ahora ella levanta las
piernas y las separa del resto del cuerpo. Lo hace igual que las ha recogido,
con un movimiento concienzudo y penoso, con tanta fuerza que su cuerpo,
contrariamente al momento que ha precedido, se mutila cual largo es, se deforma
hasta el punto de una posible fealdad. Otra vez se inmoviliza así abierta a él.
La cabeza sigue desviada del cuerpo, reclinada sobre el brazo. A partir de
entonces, ella permanece en esa posición obscena, bestial. Se ha vuelto fea, ha
pasado a ser lo que habría sido de ser fea. Es fea. Allí está, hoy, en su
fealdad.
Veo el enclave del sexo entre los labios separados y
que todo el cuerpo se petrifica a su alrededor en un abrasamiento que va en
aumento. No veo el rostro. Veo flotar la belleza, indecisa, por las
inmediaciones del rostro pero no consigo que se funda con él hasta hacerla
suya. No veo más que su óvalo desviado, el plano tenso, muy puro. Creo que los
ojos cerrados deberían ser verdes. Pero me detengo en los ojos. E incluso si
consigo retenerlos largo tiempo en los míos no me dan la totalidad del rostro.
El rostro permanece desconocido. Veo el cuerpo. Lo veo entero con violenta
proximidad. Chorrea sudor, se encuentra en un fulgor solar de aterradora
blancura.
El hombre todavía habría esperado.
Y luego ella lo habría conseguido. La fuerza del sol
es tal que con el fin de resistirlo grita. Muerde el lugar del brazo rasgado ya
de su vestido y grita. Llama un nombre. Y que venga.
Oímos ella y yo que alguien camina. Que él se ha
movido. Que ha salido del pasillo. Lo veo y se lo digo, le digo que viene. Que
se ha movido, que ha salido del pasillo. Que sus movimientos son primero secos,
breves, como si ya no supiera caminar y que después se vuelven lentos, muy
lentos, de una excesiva lentitud. Que viene. Que está ahí. Que veo el color
azul de sus ojos que miran por encima de ella, hacia el río.
El se ha detenido ante ella, proyecta sombra sobre
su forma. Por entre los párpados, ella debe percibir el oscurecimiento de la
luz, la forma de su cuerpo erguido encima de ella en cuya sombra está
atrapada. La tregua del abrasamiento
hace que la boca aferrada al vestido se destienda. El está ahí. Con los ojos
aún cerrados, ella suelta el vestido, recoge los brazos a lo largo del cuerpo
por el desfiladero de las caderas, modifica la separación de las piernas, las
tuerce hacia él con el fin de que él vea en ella aún más, que él vea en ella
aún más que su sexo rajado en su máxima posibilidad de ser visto, que él vea
otra cosa, también, a la vez, otra cosa en ella, que sobresale de ella cual
boca vomitante, visceral.
El espera. Ella devuelve su rostro a la sombra con
los ojos cerrados y a su vez espera. Entonces, a su vez, él lo hace.
Lo hace primero encima de la boca. El chorro se
estrella en los labios, el los dientes ofrendados, salpica los ojos, el cabello
y luego baja por el cuerpo, inunda los pechos, lento ya en fluir. Cuando llega
al sexo se renueva, se estrella en su calor, se mezcla a su leche, espuma, y
luego se agota. Los ojos de la mujer se entreabren sin mirada y vuelven a
cerrarse. Verdes.
Le hablo y le digo lo que hace el hombre. Le digo
también lo que es de ella. Que vea, esto es lo que deseo.
El hombre hace rodar con el pie su forma por el
camino de piedras. El rostro está pegado al suelo. El hombre espera y luego
vuelve a empezar, hace rodar el cuerpo de un lado a otro, con una brutalidad
que apenas puede contener. Se detiene unos segundos para recobrar la calma,
luego vuelve a empezar. Aleja el cuerpo para después acercarlo a él con
suavidad. El cuerpo es dócil, fluido, se presta a esos tratos como si estuviera
desvanecido, al parecer sin sentirlas rueda sobre las piedras y permanece allí
donde llega en la posición que adquiere al detenerse el movimiento.
De pronto eso ha cesado.
La forma está hí, desmadejada, lejos de él. El
hombre la mira y se acerca. Entonces, como si fuera a seguir haciéndola rodar
de un lado a otro, el hombre coloca su pie encima de ella y de pronto deja de
moverse.
El habría colocado su pie descalzo al azar encima de
la forma, hacia el corazón, y de pronto habría dejado de moverse. La carne de
los pechos es suave y cálida, se encenaga uno en ella. El hombre ya no se
mueve.
El habría levantado la cabeza y habría mirado hacia
el río. El sol está fijo y fuerte. El hombre mira sin ver con gran atención lo
que se revela a sus ojos. Dice:
-Te amo. A ti.
El pie habría apretado el cuerpo.
Crece un tiempo, una duración, tiene esa unidad de
la indefinida inmensidad. El hombre no habría sentido miedo. Sigue mirando sin
ver lo que se revela a sus ojos, el deslumbramiento de la luz, el aire que
tiembla.
Ella está a sus pies, al parecer con todas sus
fuerzas atenta al acontecimiento en curso. Sinnun gesto, la boca aferrada al
brazo sin mellar la seda del vestido, ella notaría la progresión, la presión
del pie sobre el corazón. Los ojos habrían vuelto a cerrarse sobre el color
entrevisto. Bajo el pie descalzo hay el lodo de una ciénega, un hervor sordo,
lejano, continuo. La forma está deshecha, lacia, como quebrada, en una
terrorífica inercia. El pie aprieta aún más. Se hunde, alcanza la caja
torácica, aprieta aún más.
Ella ha gritado. El ha oído un grito. Tiene el
tiempo de oír que el grito ya no se detiene, de oír también que desfallece. Y
mientras cree disponer todavía del tiempo para elegir, el pie vacila, y
pesadamente se desengasta del cuerpo, se separa del corazón bajo el impulso del
grito.
El habría vuelto a desplomarse en el sillón del pasillo
oscuro.
Las piernas de la mujer se habrían separado y
habrían vuelto a caer, exhaustas.
Gira sobre sí misma, grita una vez más y, entre
largos y lentos estertores, se debate. Su lamento grita y llora, clama aún por
la liberación, que venga, y luego, bruscamente, cesa.
El sol le habría alcanzado la cintura. Veo su forma
en el pasillo, está en la oscuridad, casi sin color alguno. Su cabeza ha caído
sobre el respaldo del sillón. Veo que está extenuado de amor y deseo, que está
de una extraordinaria palidez y que su corazón late a ras de cuerpo. Veo que
tiembla. Veo lo que él no mira y que no obstante se adivina y se ve frente al
pasillo, esas lomas tan bellas antes del río y esa inmensidad malva siempre
sumergida en brumas que debería ser la del mar. La desnudez del llano, la
orientación de la lluvia debería ser la del mar. Y ese amor tan poderoso. Lo
sé, con ese amor tan poderoso. El mar es lo que no veo. Sé que está allá
allende lo visible para el hombre y la mujer.
El habría visto acercarse a él al espectro del
camino de piedras.
Ella habría quedado un instante apoyada en el marco
de la puerta antes de penetrar en el frescor del pasillo. Ella lo habría
mirado. Como ella ante él poco antes él habría permanecido ante ella con los
ojos cerrados. Sus manos están inmóviles y descansan sobre el brazo del sillón.
El habría llevado, lleva, un pantalón de tela azul que ha abierto y de la que
sobresale ella. Tiene una forma tosca y brutal al igual que su corazón. Al
igual que su corazón late. Forma de edades primarias, indiferenciada de las
piedras, de los líquenes, inmemorial, plantada en el hombre en torno a la que
se debate. En torno a la que se encuentra al borde de las lágrimas y grita.
Oigo que la mujer le dice al hombre:
-Te amo.
Oigo que él le contesta que lo sabe:
-Sí.
Veo que la mujer se mueve y que está a punto de dar
a su vez los tres pasos que la separan de él. Veo también que él esboza un
movimiento de huida y que vuelve a caer en el sillón. Luego ya no veo nada más
allá de los hechos.
Ella ha llegado a su lado, se acuclilla entre sus
piernas y la mira a ella, sólo a ella, en la sombra que a su vez proyecta con
su cuerpo. Con esmero la pone por entero al desnudo. Separa la prenda. Extrae
de ella las partes profundas. Se aparta ligeramente, la expone a la luz.
Veo que el hombre ha bajado la cabeza y la mira, que
mira junto con la mujer ese espectáculo de sí mismo. Sigue latiendo en
sobresaltos al ritmo del corazón. Bajo la fina piel que la recubre se extiende
la trama sombría de la sangre. Está llena de gozo, pletórica de gozo, más de lo
que puede contener y tan apretada en sí misma se encuentra ahora que uno vacila
en tocarla.
El hombre y la mujer la miran juntos. Si bien no
hagan gesto alguno hacia ella y que todavía la dejen estar.
Más allá veo también que es tierra sin árboles,
tierra del norte. Que el mar debería estar quieto y cálido. Es un calor claro
de aguas desteñidas. Ya no hay nubes sobre las lomas, pero sigue esa niebla
lejana. Es una tierra que huye ante sí, que no deja de verse una y otra vez, un
movimiento por el que jamás se detiene, jamás tiene fin.
Ella se habría acercado lentamente, habría abierto
los labios y, de golpe, habría tomado entera su extremidad suave y lisa. Habría
llenado la boca. Es tal el deleite que las lágrimas le invaden los ojos. Veo
que nada es tan poderoso como ese deleite sino la prohibición formal de atentar
contra él. Ella no puede asirla mejor sino acariciándola con precaución, la
lengua entre los dientes. Lo veo: lo que se acostumbra a llevar en la mente ella
lo lleva en la boca, esa cosa tosca y brutal. Ella la devora mentalmente, se
alimenta de ella, se sacia mentalmente. Mientras el crimen permanece en su
boca, ella no puede permitirse sino conducirlo, guiarlo hacia el gozo, los
dientes a punto. Con sus manos ella la ayuda a llegar, a volver. El hombre
grita. Con las manos agarradas al pelo de la mujer intenta arrancarla de aquel
lugar pero ya no tiene fuerzas y ella, ella n quiere dejarlo.
El hombre. La cabeza arrebatada al cuerpo gime,
celosa y entregada. Su lamento grita que llega, que vuelve a él, grita la
lancinante contradicción de que se le quiera tanto. A ella, a la mujer, no le
importa. Su lengua baja hacia esa otra femineidad, llega ahí donde se hace
subterránea y luego vuelve a subir pacientemente hasta volver a tomar y retener
una vez más en su boca lo que ha abandonado. Ella la retiene a punto de ser
tragada en un movimiento de succión continua. El ya no intenta nada nuevo. Los
ojos cerrados. Solo. Sin gestos, grita.
Allá arriba, el grito, el lamento se hace más agudo,
es casi infantil al principio y luego se profundiza, se hace tan doloroso,
tanto, que la mujer debe soltar presa. Suelta, se aparta, atrae los muslos más
hacia sí, los separa y mira y respira el olor húmedo y tibio. Se demora, el
rostro hundido en lo que él ignora de él, respira largamente el fétido olor.
Veo que él se deja y con ella mira otra vez. Que la
mira hacer, que se entrega todo lo que puede a su deseo. Que ofrece a esa
hambrienta al hombre que es. Es ahora en el pelo de la mujer donde ella sigue
latiendo según los sobresaltos del corazón.
El grita suavemente un lamento de intolerable
felicidad.
El cielo pasa lentamente por el rectángulo de la
puerta abierta. Avanza entero, como a la lenta velocidad de la tierra. Las masas
de nubes de trazado fijo son arrastradas en dirección de la inmensidad.
Con la boca abierta, los ojos cerrados, ella se
encuentra en la caverna del hombre, se ha retirado en él, lejos de él, sola, en
la oscuridad del cuerpo del hombre. Ya no sabe muy bien qué hace, ni qué dice,
aún sigue creyendo posible hacerlo de otra manera. Besa. Allí donde reina el
fétido olor besa, lame. Nombra las cosas, insulta, grita palabras en su ayuda.
Y luego vuelve a callarse, a exasperarse, a ensañarse con todas sus fuerzas
hasta el momento en que las manos del hombre la rechazan y la tiran al suelo.
El va a su encuentro. Se tumba largo tiempo encima de ella, la penetra,
permanece aún allí, sin movimientos, mientras ella llora.
Acaban de gozar. Se han separado. Durante mucho
tiempo, en el suelo, nada en ellos se roza. Las baldosas están frías,
refrescantes. Ella sigue llorando, por intermitencias, llanto de niña.
El se gira lentamente hacia ella y con la pierna la
acerca a él. Permanecen así. El le dice que quisiera dejar de amarla. Ella no
le contesta. El le dice que un día la matará.
Nada se produce sino el desorden y la inmovilidad de
sus cuerpos deshechos con excepción de esa palabra que él le dice una vez más,
que no tiene fin.
Están acostados en el pasillo como dormidos mientras
otra cosa se prepara en el lento reflujo del deseo. Con gestos apenas
perceptibles vuelven a acercarse. Las pieles, los sudores que se tocan, los
rostros, la boca de ella reencontrada por él. Permanecen así, trastocados, a la
espera. Luego ella dice que desea ser golpeada, dice que en la cara, se lo pide
a él, ven. El lo hace, va, se sienta a su lado y la mira otra vez. Ella dice:
golpeada, con fuerza, como antes en el corazón. Dice que quisiera morir.
Así es, el rectángulo de la puerta abierta está
ocupado por el cuerpo sentado del hombre quese dispone a golpear.
De la indefinida inmensidad llega un niebla, un
color violeta ya encontrado en caminos de otros lugares, de otros ríos, en
monzones muy lejanos de la lluvia.
La mano del hombre se yergue, vuelve a caer y
empieza a abofetear. Primero suave luego secamente.
La mano abofetea la comisura de los labios luego,
siempre con más fuerza, abofetea contra los dientes. Ella dice que sí, que eso
es. Vuelve a levantar la cara con el fin de mejor ofrecerla a los golpes, la
distiende, más a merced de su mano, más material.
Tras diez minutos, se habrán instalado los dos en
una precisión paralela. El golpea siempre con más fuerza.
La mano baja, golpea los pechos, el cuerpo. Ella
dice que sí, que eso es. Sus ojos lloran. La mano pega, golpea, siempre más
firme está a punto de alcanzar una velocidad mecánica.
El rostro se ha vaciado de toda expresión,
atolondrado, ya no se resiste en absoluto, desbaratado, se mueve a voluntad
alrededor del cuello como algo muerto.
Veo que el cuerpo asimismo se deja golpear, que está
entregado, ajeno a todo dolor. Que el hombre insulta y golpea. Y luego de
pronto los gritos, el miedo.
Y luego veo que esa gente ha quedado sumergida por
el silencio.
Veo cómo llega el color violeta, cómo alcanza la
desembocadura del río, cómo se ha encapotado el cielo, cómo se ha detenido en
su lento recorrido hacia la inmensidad. Veo que otros miran, otras mujeres, que
otras mujeres ahora muertas miraron asimismo formarse y deshacerse monzones de
verano ante ríos bordeados de sombríos arrozales, frente a vastas y profundas
desembocaduras. Veo cómo del color violeta llega una tormenta de verano.
Veo que el hombre llora acostado encima de la mujer.
No veo de ella sino inmovilidad. Lo ignoro, no sé nada, no sé si duerme.
El hombre sentado en el pasillo
Marguerite Duras (traducción de Beatriz de Moura)
4ª edición, 1996. Barcelona.
Tusquets Ediciones. Colección La sonrisa vertical nr. 34.
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