sábado, 30 de noviembre de 2013

Los años luz de Italo Calvino

Cuanto más distante una galaxia, más velozmente se aleja de nosotros. Una galaxia que se encontrara a diez millares de millones de años–luz de nosotros, tendría una velocidad de fuga igual a la de la luz, trescientos mil kilómetros por segundo. Las "casi estrellas" descubiertas recientemente estarían ya cerca de este umbral. 

Una noche, como de costumbre, observaba el cielo con mi telescopio. Noté que desde una galaxia a cien millones de años–luz de distancia sobresalía un cartel. Decía: TE HE VISTO. Hice rápidamente el cálculo: la luz de la galaxia había empleado cien millones de años para alcanzarme, y como desde allá arriba veían lo que sucedía aquí con cien millones de años de retraso, el momento en que me habían visto debía remontarse a doscientos millones de años. 

Aún antes de verificar en mi agenda para saber qué había hecho aquel día, me asaltó un presentimiento terrible: justo doscientos millones de años antes, ni un día más ni un día menos, me había sucedido algo que siempre había tratado de ocultar. Esperaba que con el tiempo el episodio quedara completamente olvidado; contrastaba netamente –por lo menos así me parecía– con mi comportamiento habitual de antes y después de esa fecha, de manera que si alguna vez alguien hubiera intentado sacar a relucir aquella historia, estaba dispuesto a desmentirlo con toda tranquilidad, y no sólo porque le hubiera resultado imposible aducir pruebas, sino también porque un hecho determinado por azares tan excepcionales –aun en caso de ser verificado– era tan poco probable que podía de buena fe ser considerado no verdadero incluso por mí mismo. Y en cambio desde un lejano cuerpo celeste alguien me había visto y la historia volvía a salir a la luz justo ahora. 

Naturalmente, estaba en condiciones de explicar todo lo que había sucedido, y cómo había podido suceder, y hacer comprensible, si no del todo justificable, mi manera de obrar. Pensé en responder en seguida también yo con un cartel, empleando una fórmula defensiva como DEJENME QUE LES EXPLIQUE, o si no, HUBIERA QUERIDO VERLOS EN MI LUGAR, pero esto no habría bastado y la explicación habría sido demasiado larga para una inscripción sinsintética que resultase legible a tanta distancia. Y sobre todo debía estar atento a no dar un paso en falso, o sea a no subrayar con una explícita admisión mía aquello a lo cual el TE HE VISTO se limitaba a aludir. En una palabra, antes de dejarme sacar una declaración cualquiera tendría que saber exactamente qué habían visto desde la galaxia y qué no; y para eso no había más que preguntarlo con un cartel del tipo de: ¿PERO HAS VISTO TODO O APENAS UN POCO?, o bien: VEAMOS SI DICES LA VERDAD: ¿QUE HACIA?, y después esperar el tiempo necesario para que desde allá vieran mi letrero, y el tiempo igualmente largo para que yo viese la respuesta de ellos y pudiera proceder a las necesarias rectificaciones. El conjunto habría llevado otros doscientos millones de años, incluso algunos millones de años más, porque mientras las imágenes iban y venían a la velocidad de la luz, las galaxias seguían alejándose entre sí y ahora aquella constelación ya no estaba donde yo la veía, sino un poco más allá, y la imagen de mi cartel debía de correrle detrás. En fin, era un sistema lento que me hubiera obligado a discutir repetidamente, más de cuatrocientos millones de años después de sucedidos, acontecimientos que hubiera querido hacer olvidar en el tiempo más breve posible. La mejor línea de conducta que se me presentaba era hacer como si nada, minimizar el alcance de lo que podían haber llegado a saber. Por eso me apresuré a exponer bien a la vista un cartel que decía simplemente: ¿Y QUE HAY CON ESO? Si los de la galaxia habían creído ponerme en aprietos con su TE HE VISTO mi calma los desconcertaría, y se convencerían de que no era cosa de demorarse en ese episodio. Si en cambio no tenían a mano muchos elementos en mi contra, una expresión indeterminada como ¿Y QUE HAY CON ESO? serviría de cauto sondeo de la extensión que cabía dar a la afirmación TE HE VISTO. La distancia que nos separaba (de su muelle de los cien millones de años–luz hacía un millón de siglos que la galaxia había zarpado adentrándose en la oscuridad) haría quizá menos evidente que mi ¿Y QUE HAY CON ESO? replicaba al TE HE VISTO de doscientos millones de años atrás, pero no me pareció oportuno incluir en el cartel referencias más explícitas, porque si la memoria de aquella jornada, pasados tres millones de siglos, se había ido oscureciendo, no quería ser justamente yo el que la refrescara.  

En el fondo la opinión que podían haberse formado de mí en aquella particular  ocasión no debía preocuparme excesivamente. Los hechos de mi vida, los que se habían sucedido desde aquel día en adelante durante años y siglos y milenios, hablaban –por lo menos la gran mayoría– en mi favor; por lo tanto, no tenía más que dejar hablar a los hechos. Si desde aquel lejano cuerpo celeste habían visto lo que yo hiciera un día de doscientos millones de años atrás, me habrían visto también al día siguiente, y al otro, y al otro, y habrían modificado poco a poco la opinión negativa que de mí podían haberse formado juzgando precipitadamente a base de un episodio aislado. Más aún, bastaba que pensara en el número de años que habían pasado desde el TE HE VISTO para convencerme de que aquella mala impresión hacía tiempo ya que se había borrado, sustituyéndola una valoración probablemente positiva y, por lo tanto, más concorde con la realidad. Pero esta certeza racional no bastaba para darme respiro: mientras no tuviera la prueba de un cambio de opinión en mi favor, me duraría la desazón de haber sido sorprendido en una situación incómoda e identificado con ella, clavado allí.  

Ustedes dirán que bien podía importárseme un bledo de lo que pensaban de mí algunos habitantes desconocidos de una constelación aislada. En realidad, lo que me preocupaba no era la sospecha de que las consecuencias de haber sido visto por ellos podían no tener límites. En torno a aquella galaxia había muchas otras, algunas de un radio inferior a cien millones de años–luz, con observadores que tenían los ojos bien abiertos: el cartel TE HE VISTO, antes de que yo lograse divisarlo lo habían leído seguramente habitantes de otros cuerpos celestes, y lo mismo habría ocurrido después en las constelaciones cada vez más distantes. 

Aunque ninguno pudiera saber con precisión a qué situación específica aquel TE HE VISTO se refería, esa indeterminación no habría pesado para nada en mi favor. Es más, como la gente está siempre dispuesta a dar crédito a las peores conjeturas, lo que de mí podía haber sido efectivamente visto a cien millones de años–luz de distancia, era en el fondo cosa de nada en comparación con todo lo que en otro lugar se podía imaginar que había sido visto. La mala impresión que podía haber dejado durante aquella momentánea indelicadeza de dos millones de siglos atrás se agigantaba, pues, y se multiplicaba refractándose a través de las galaxias, y no me era posible desmentirla sin empeorar la situación, dado que, no sabiendo a qué extremas deducciones calumniosas podían haber llegado los que me habían visto directamente, no tenía idea de por dónde empezar y dónde terminar mis desmentidos. 

En este estado de ánimo seguía todas las noches mirando en torno con el telescopio. Y al cabo de dos noches me di cuenta de que también en una galaxia situada a cien millones de años y un día–luz habían puesto el cartel TE HE VISTO. No cabía duda de que también ellos se referían a aquella vez: lo que siempre había tratado de esconder había sido descubierto no desde un cuerpo celeste solamente, sino también desde otro, situado en una zona completamente distinta del espacio. Y desde otros más: en las noches siguientes continué viendo nuevos carteles con el TE HE VISTO que se levantaban en nuevas constelaciones. Calculando los años–luz resultaba que la vez que me habían visto era siempre aquélla. A cada uno de los TE HE VISTO yo contestaba con carteles teñidos de una desdeñosa indiferencia, como: ¿AH, SI? MUCHO GUSTO, o si no, POR LO QUE ME IMPORTA, o también de una insolencia casi provocativa, como TANT PIS, o bien ¡CUCU, SOY YO!, pero siempre manteniéndome en guardia. 

Por más que la lógica de los hechos me hacía mirar el futuro con razonable optimismo, la convergencia de todos aquellos TE HE VISTO en un único punto de mi vida, convergencia seguramente fortuita debida a particulares condiciones de visibilidad interestelar (única excepción, un cuerpo celeste en el cual, siempre correspondiendo a aquella misma fecha, apareció un cartel NO SE VE NI MEDIO), me ponía como sobre ascuas.  

Era como si en el espacio que contenía todas las galaxias la imagen de lo que había hecho aquel día se proyectara en el interior de una esfera que se dilataba continuamente a la velocidad de la luz: los observadores de los cuerpos celestes que iban entrando en el radio de la esfera estaban en condiciones de ver lo que había sucedido. A su vez podía considerarse que cada uno de esos observadores estaba en el centro de una esfera que se dilataba también a la velocidad de la luz, proyectando todo alrededor la inscripción TE HE VISTO de sus carteles. Al mismo tiempo todos esos cuerpos celestes formaban parte de galaxias que se alejaban una de otra en el espacio a velocidad proporcional a la distancia, y cada observador que daba muestras de haber recibido un mensaje, antes de poder recibir el segundo se había alejado ya en el espacio a una velocidad cada vez mayor. En cierto momento las galaxias más lejanas que me habían visto (o que habían visto el cartel TE HE VISTO de una galaxia más cercana a nosotros, o el cartel HE VISTO EL TE HE VISTO de una un poco más allá) llegarían al umbral de los diez millares de millones de años–luz, pasado el cual se alejarían a trescientos kilómetros por segundo, es decir, más veloces que la luz, y ninguna imagen podría alcanzarlas más. Había, pues, el riesgo de que se quedaran con su provisional opinión equivocada sobre mí, que desde aquel momento se volvería definitiva, no rectificable, inapelable y por eso, en cierto sentido, justa, esto es, correspondiente a la verdad. 



Era, pues, indispensable que cuanto antes se aclarara el equívoco. Y para aclararlo podía confiar en una sola cosa: que, después de aquella vez, hubiera sido visto otras veces en que daba de mí una imagen completamente distinta, es decir –no tenía dudas al respecto–, la verdadera imagen de mí que debía tenerse presente. Ocasiones, en el curso de los últimos doscientos millones de años, no me habían faltado, y me hubiera bastado una sola, muy clara, para no crear confusiones. Por ejemplo, recordaba un día durante el cual había sido realmente yo mismo, esto es, yo mismo de la manera en que quería que los otros me vieran. Ese día –calculé rápidamente– había sido hacía justo cien millones de años–luz. Por lo tanto desde la galaxia situada a cien millones de años–luz me estaban viendo justo ahora en esa situación tan halagadora para mi prestigio, y la opinión de aquéllos sobre mí seguramente iba cambiando, corrigiendo e incluso desmintiendo la primera fugaz impresión.

Justo ahora o casi, porque en ese momento la distancia que nos separaba debía de ser no ya de cien millones de años–luz, sino de ciento uno por lo menos; en consecuencia, no tenía más que esperar un número igual de años para dar tiempo a que la luz de allí llegara aquí (la fecha exacta en que ocurriría fue calculada en seguida, teniendo en cuenta incluso la "constante de Hubble") y conocería su reacción. El que hubiera logrado verme en el momento x con mayor razón me habría visto en el momento y, y como mi imagen en y era mucho más persuasiva que la de x –diré más: sugestiva, de esas que una vez vistas no se olvidan nunca–, en y sería recordado, mientras cuanto de mí había sido visto en x se olvidaría inmediatamente, se borraría, quizá después de haberlo traído fugazmente a la memoria, a modo de despedida, como para decir: piensen, a alguien que es como y puede ocurrir que se lo vea como x y creer que sea realmente como x cuando es evidente que es absolutamente como y. 

Casi me alegraba de la cantidad de TE HE VISTO que aparecían alrededor, porque era señal de que yo había despertado la atención y por lo tanto no se les escaparía mi jornada más luminosa. Ésta tendría –es decir, ya estaba teniendo, sin yo saberlo– una resonancia mucho más amplia –limitada a un determinado ambiente, y además, debo admitirlo, más bien periférico– que la que ahora en mi modestia me esperaba. Es necesario además considerar también los cuerpos celestes desde los cuales –por desatención o por mala ubicación– no me habían visto a mí sino tan solo un cartel TE HE VISTO en las cercanías, g donde habían expuesto también sus carteles con la inscripción: PARECE QUE TE HAN VISTO, o si no: ¡DESDE ALLI SI QUE TE HAN VISTO! (expresiones en las que sentía traslucir ya curiosidad, ya sarcasmo); también allí había ojos clavados en mí que justamente por haberse perdido una ocasión no dejarían escapar la segunda, y teniendo de x sólo una noticia indirecta y conjetural, estarían aun más dispuestos a aceptar a y como la única verdadera realidad que me concerniese. 

Así el eco del momento y se propagaría a través del tiempo y del espacio, llegaría a las galaxias más lejanas y más veloces, y éstas se sustraerían a toda imagen ulterior corriendo los trescientos mil kilómetros por hora de la luz y llevando de mí aquella imagen en adelante definitiva, más allá del tiempo y del espacio, convertida en la verdad que contiene en su esfera de radio ilimitado todas las otras esferas parciales y contradictorias. Un centenar de millones de siglos no son al fin una eternidad, pero a mí me parecía que no pasaban nunca. Finalmente llega la buena noche: el telescopio ya lo había apuntado hacía rato en dirección de aquella galaxia de la primera vez. Acerco el ojo derecho al ocular, con el párpado entrecerrado, levanto despacio despacio el párpado, ahí está la constelación encuadrada perfectamente, hay un cartel plantado en el medio, no se lee bien, enfoco correctamente... Dice: TRA–LA–LA–LA. Solamente eso: TRA–LA–LA–LA. En el momento en que yo expresaba la esencia de mi personalidad, con palmaria evidencia y sin riesgo de equívocos, en el momento en que daba la clave para interpretar todos los gestos de mi vida pasada y futura y para extraer un juicio general y ecuánime, el que tenía no sólo la posibilidad sino también la obligación moral de observar cuanto yo hacía y de tamar nota, ¿qué había visto? Ni gota, no se había dado cuenta de nada, no había notado nada de particular. Descubrir que una parte tan grande de mi reputación estaba a merced de un tipo tan poco de fiar, me dejó postrado. Aquella prueba de quién era yo, que por las muchas circunstancias favorables que la habían acompañado por considerar irrepetible, había pasado así, inobservada, desperdiciada, definitivamente perdida para toda una zona del universo, sólo porque aquel señor se había permitido sus cinco minutos de distracción, de vaguedad, digamos también de irresponsabilidad, papando moscas como un estúpido, quizá en la euforia del que ha bebido un vaso de más, y en su cartel no había encontrado nada mejor que escribir signos sin sentido, quizá el tema tonto que estaba silbando, olvidado de sus obligaciones, TRA–LA–LA–LA. 

Un solo pensamiento me consolaba un poco: en las otras galaxias no habrían faltado observadores más diligentes. Nunca como en aquel momento me dio satisfacción el gran número de espectadores que el viejo episodio lamentable había tenido y que estarían dispuestos ahora a reparar en la novedad de la situación. Me acerqué de nuevo al telescopio, todas las noches. Una galaxia a la distancia justa se me apareció unas noches después en todo su esplendor. El cartel estaba ahí. Y con esta frase: TE HAS PUESTO LA CAMISETA DE LANA. Con lágrimas en los ojos me devané los sesos para encontrar una explicación. Quizá en aquel lugar, con el paso de los años, habían perfeccionado tanto los telescopios que se divertían en observar los detalles más insignificantes, la camiseta que uno tenía puesta, si era de lana o de algodón, y todo lo demás no les importaba nada, no se fijaban siquiera. Y de mi honrosa acción, de mi acción –digámoslo– magnánima y generosa, no habían retenido otro elemento que mi camiseta de lana, excelente camiseta, no se puede negar, quizá en otro momento no me hubiera desagradado que se fijaran en ella, pero no entonces, no entonces. Con todo, había tantos otros testimonios que me aguardaban: era natural que en el montón alguno faltara: yo no era de los que pierden la calma por tan poca cosa. En efecto, desde una galaxia un poco más allá tuve finalmente la prueba de que alguien había visto perfectamente cómo me había comportado y daba la valoración justa, es decir, entusiasta.

En realidad el cartel decía: ESE FULANO SI QUE ES DE LEY. Había tomado nota con plena satisfacción –una satisfacción, si te fijas, que no hacía sino confirmar mi espera, incluso mi certeza de ser reconocido en mis justos méritos–, cuando la expresión ESE FULANO volvió a llamarme la atención. ¿Por qué me llamaban ESE FULANO si me habían visto ya, aunque no fuera más que en aquella circunstancia desfavorable, pero si al fin no podía dejar de serles bien conocido? Con un poco de habilidad enfoqué mejor mi telescopio y descubrí al pie del mismo cartel un renglón en caracteres un poco más pequeños: ¿QUIÉN SERA? VAYA UNO A SABERLO. ¿Se puede imaginar una desventura más grande? Los que tenían en sus manos los elementos para entender verdaderamente quién era yo no me habían reconocido. No habían relacionado este episodio laudable con el otro censurable ocurrido doscientos millones de años antes, por lo tanto el episodio censurable seguía siéndome atribuido, y éste no, éste seguía siendo una anécdota impersonal, anónima, que no entraba a formar parte de la historia de nadie. Mi primer impulso fue desplegar un cartel: ¡PERO SI SOY YO! Renuncié: ¿de qué hubiera servido? Lo habrían visto más de cien millones de años después y con otros trescientos y pico que habían pasado desde el momento x, andaban por el medio millar de millones de años; para estar seguro de ser comprendido hubiera tenido que especificar, sacar una vez más a relucir la vieja historia, es decir, justo lo que más quería evitar. Ahora ya no estaba tan seguro de mí mismo. Temía que tampoco las otras galaxias me dieran mayores satisfacciones. Los que me habían visto, me habían visto de manera parcial, fragmentaria, distraída, o habían entendido sólo hasta cierto punto lo que sucedía, sin captar lo esencial, sin analizar los elementos de mi personalidad que tomados por separado adquirían relieve. Un solo cartel decía lo que me esperaba: ¡REALMENTE ERES DE LEY! Me apresuré a hojear mi cuaderno para ver qué reacciones habían sido las de aquella galaxia en el momento x. Por casualidad, justo allí había aparecido el cartel NO SE VE NI MEDIO. En aquella zona del universo yo gozaba sin duda de la mejor consideración, no hay nada que decir; finalmente hubiera debido alegrarme, en cambio no sentía ninguna satisfacción. Me di cuenta de que, como estos admiradores míos no estaban entre los que antes podían haberse formado de mí una idea equivocada, de ellos no me importaba
realmente nada. La prueba de que el momento y desmintiera y borrara el momento x, ellos no podían dármela, y mi desasosiego continuaba, agravado por la larga duración y por no saber si sus causas no habían desaparecido o desaparecerían. Naturalmente, para los observadores dispersos en el universo, el momento x y el momento y eran solamente dos de los innumerables momentos observables, y en realidad todas las noches en las constelaciones situadas a las más diversas distancias aparecían carteles que se referían a otros episodios, carteles que decían SIGUE ASI QUE VAS BIEN, ESTAS SIEMPREI AHI, MIRA LO QUE HACES, TE LO HABIA DICHO. Para cada uno de ellos podía hacer el cálculo, los años–luz de aquí allá, los años–luz de allá aquí, y establecer a qué episodio se referían: todos los gestos de mi vida, todas las veces que me había metido el dedo en la nariz, todas las veces que había conseguido bajar del tranvía en movimiento todavía estaban allí viajando de una galaxia a otra, y eran tomados en cuenta, comentados, 
juzgados. Comentarios y juicios no siempre pertinentes: la inscripción TZZ, TZZ correspondía a la vez que había invertido un tercio de mi sueldo en una suscripción de beneficencia; la inscripción ESTA VEZ ME HAS GUSTADO a cuando había olvidado en el tren el manuscrito del tratado que me costó tantos años de estudio; mi famosa lección inaugural en la Universidad de Gpotinga había sido comentada con la inscripción: CUIDADO CON LAS CORRIENTES DE AIRE. En cierto sentido podía estar tranquilo: nada de lo que hacía, para bien o para mal, se perdía del todo. Un eco siempre se salvaba, más aún, muchos ecos que variaban de una punta a la otra del universo, en aquella esfera que se dilataba y generaba otras esferas, pero eran noticias inarmónicas, inesenciales, de las cuales no resultaba el nexo entre mis acciones, y una nueva acción no lograba explicar o corregir la otra, de manera que se sumaban una a la otra, con signo positivo o negativvo, como en un larguísimo polinomio que no se deja reducir a una expresión más sencilla. 

¿Qué podía hacer, llegado a ese punto? Seguir ocupándome del pasado era inútil; hasta ese momento las cosas habían marchado como habían marchado; tenía que arreglármelas para que marcharan mejor en el futuro. Lo imponante era que, de todo lo que hiciese, resultaba claro lo esencial, dónde se ponía el acento, qué era lo que se debía observar y qué no. Conseguí un enorme cartel con un signo indicador de dirección, de los que tienen una mano con el índice extendido. Cuando cumplía una acción sobre la cual quería llamar la atención, no tenía más que levantar el cartel, tratando de que el índice apuntara al detalle más importante de la escena. Para los momentos en que, en cambio, prefería pasar inadvertido, me hice otro cartel con una mano que tendía el pulgar en la dirección opuesta a aquella a la que yo me dirigía, para desviar la atención. Bastaba que llevara conmigo aquellos carteles donde quiera que fuese y levantara uno u otro según las ocasiones. Era una operación a largo plazo, naturalmente: los observadores situados a cientos de miles de milenios–luz tardarían cientos de miles de milenios en percibir lo que yo hacía ahora, y yo tardaría otros cientos de miles de milenios en leer sus reacciones. Pero éste era un retardo inevitable; había además otro inconveniente que no había previsto: ¿qué debía hacer cuando notaba que había levantado el cartel equivocado? Por ejemplo, en cierto momento estaba seguro de que iba a realizar algo que me daría dignidad y prestigio; me apresuraba a enarbolar el cartel con el índice apuntándome a mí, y justo en aquel momentó me metía en un berenjenal, cometía una gaffe imperdonable, una manifestación de miseria humana como para hundirse bajo tierra de vergüenza. Pero la partida estaba jugada: aquella imagen con su buen cartel indicador apuntando allí navegaba por el espacio, nadie podía detenerla ya, devoraba los años–luz, se propagaba por las galaxias, suscitaba en los millones de siglos venideros comentarios y risas y fruncimientos de nariz, que desde el fondo de los milenios volverían a mí y me obligarían a justificaciones todavía más torpes, a desmañadas tentativas de rectificación... Otro día, en cambio, debía enfrentarme a una situación desagradable, uno de esos azares de la vida por los que estamos obligados a pasar sabiendo ya que, cualquier giro que tomen, no hay modo de salir bien parado. Me escudé en el cartel con el pulgar señalando hacia el lado opuesto, y seguí. Inesperadamente, en aquella situación tan delicada y espinosa di pruebas de una prontitud de espíritu, un equilibrio, un donaire, una resolución en las decisiones que nadie –y mucho menos yo mismo– habría sospechado jamás en mí: prodigué de improviso una reserva de dones que presuponen la larga maduración de un carácter; y entretanto el cartel distraía las miradas de los observadores haciéndolas converger en un vaso de peonías que había al lado. Casos como éstos, que al principio consideraba sólo como excepciones y frutos de la inexperiencia, me sucedían cada vez con mayor frecuencia. Demasiado tarde comprendía que hubiera debido señalar lo que no quería hacer ver, y esconder lo que había señalado: no había manera de llegar antes que la imagen y advertir que no se debía tomar en cuenta el cartel. Probé hacerme un tercer cartel con la inscripción: NO VALE para levantarlo cuando quería desmentir el cartel anterior, pero en cada galaxia esta imagen sería vista sólo después de la que hubiera debido corregir, y el mal ya estaba hecho y no podía sino añadir una figura ridícula más para neutralizar la cual un nuevo cartel EL NO VALE NO VALE sería igualmente inútil. Seguía viviendo a la espera del momento remoto en que desde las galaxias llegarían comentarios a los nuevos episodios cargados para mí de incomodidad y desazón, y yo podría contraatacar lanzándoles mis mensajes de respuesta, que ya estudiaba, graduados según los casos. Entretanto las galaxias con las cuales estaba más comprometido giraban ya atravesando el umbral de los miles de millones de años–luz, a tal velocidad que, para alcanzarlas, mis mensajes tendrían que afanarse a través del espacio aferrándose a su aceleración de fuga: una por una desaparecerían entonces del último horizonte de los diez mil millones de años–luz más allá del cual ningún objeto visible puede ser visto, y se llevarían consigo un juicio en adelante irrevocable. 

Y pensando en ese juicio que ya no podría cambiar tuve de pronto como un sentimiento de alivio, como si el sosiego sólo pudiera venirme cuando a aquel arbitrario registro de malentendidos no hubiera nada que añadir ni que quitar, y me parecía que las galaxias que iban reduciéndose a la última cola del rayo luminoso salido fuera de la esfera de la oscuridad llevaban consigo la única verdad posible sobre mí mismo, y no veía la hora en que siguieran todas una por una este camino. 


* Historia publicada en Las Cosmicómicas, colección de doce cuentos escritos por Italo Calvino entre 1963 y 1964, publicados mayormente en los periódicos Il caffè e Il giorno y luego editadas como colección en 1965 por Einaudi.

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