viernes, 26 de abril de 2013

¿Por qué despareció John Lurie?

¿Por qué despareció John Lurie? Esa es la pregunta que se hacía el periodista Tad Friend en un artículo publicado el pasado 16 de agosto en The New Yorker titulado Sleeping with weapons (Durmiendo con armas).





Parece ser que, en efecto, John Lurie hace uso de la segunda enmienda de la Constitución USAmericana y posee un arsenal doméstico de primer orden que incluye botes de pimienta, bates de beisbol, catanas ninja y otros artilugios que, con un poco de imaginación, pueden servir para algo más que para su uso original. Según el baterista Calvin Weston: tienearmas cada pocos pasos.

¿De qué o quién se protege John Lurie? Es una pregunta legítima si uno tiene previsto visitar un domicilio con semejante despliegue armado. Claro que, dado que es bastante improbable que eso suceda, la primera que se le vendrá a la cabeza a unos cuantos lectores es: ¿Quién es John Lurie? Para empezar Lurie es un tipo nacido en Minneapolis en 1952 y que creció en Worcester. Me siento agradecido por mi esqueleto, mi cerebro y por el sol, escribió en un ejercicio escolar. Más tarde se dedicó a colorear las respuestas del test de aptitud (fundamental para el acceso a los estudios superiores) y se decantó por la música. Tocaba el saxo hasta que le sangraban los labios (lo cual imagino que no es ni envidiable, ni saludable, ni, por otro lado, necesario para manejar el instrumento pero…). En 1978 se instaló en un apartamento en Manhattan; vivía gracias a la ayuda económica del gobierno por una supuesta invalidez psicológica (decía oír voces que lo llamaban por su nombre). Ese apartamento lo frecuentaban especímenes del Nueva York más variopinto, desde drag queens hasta tipos con cuchillos entre los dientes (según declara su vecina entonces Rebecca Wright) y Lurie se bañaba en su cocina (sic) y tocaba el saxo en calzoncillos (de ahí, imagino, la desnuda sonoridad de su saxo). Tan sólo un año después de su llegada a Nueva York formó el grupo que le dio fama musical: The Lounge Lizards.

The Lounge Lizards (de primeras un quinteto) fue un grupo que parodiaba los usos y maneras del Jazz (vestían trajes de segunda mano como parte de una pose irónica), con maneras Punk, transgresoras, pero, a pesar de lo paródico, de un Jazz muy serio a la par que festivo. En 1981 publicaron el primer disco, un trabajo de título homónimo en el que a los originales de Lurie sumaron dos versiones descacharrantes de música de Monk además del clásico Harlem Nocturne de Earle Hagen. Su discografía la conforman nueve grabaciones entre 1981 y 1998, cuatro de estudio y cinco directos. En el sonido Lounge Lizards confluyen, a través del Jazz, Rock, Punk, Blues, Música africana, circense, cabaretera… A él han contribuido con los años músicos como los guitarristas Marc Ribot y Arto Lindsay, los MMW John Medeski (teclados) y Billy Martin (batería) o el trompetista Steven Bernstein de entre la treintena aproximadamente de instrumentistas que han pasado en uno u otro momento por la banda. Sólo con artistas irreverentes como estos, muchos de ellos primeras figuras del avant garde neoyorquino, es concebible una formación tan alocada con, además, una evidente solidez musical detrás. El grupo tuvo una buena acogida, especialmente en Europa y Japón, aunque no se puede perder de perspectiva que, al hablar de la música que hablamos, apenas vendían unos miles de discos. Evan Lurie - hermano de John y miembro fundador de los Lizards – sospecha que John nunca entendió por qué el grupo no tenía muchos más seguidores: No creo que John entienda incluso esto, que la música de The Lounge Lizards nunca iba a sonar en la radio. Es demasiado cacofónica, demasiado exigente, demasiado etérea, demasiado… cientos de cosas. Pero, como era tan sincera, John nunca pudo entender por qué no todo el mundo la abrazaba. Aun así, ¿disfrutaba John Lurie con su banda? En el escenario sus compañeros lo describen feliz pero después de los conciertos, relata su amigo Stephen Torton, se encerraba en la habitación para revisar algún arreglo, se lamentaba (incluso antes de que hubiera algún motivo para ello) mientras bajo el balcón del hotel de cualquier lugar del mundo en el que tocaran las chicasgritaban (según Torton, claro). El alocado Lurie era, a su vez, un obseso de la perfección.

Tad Friend – autor del artículo para The New Yorker – asegura que entre 1984 y 1989 todo el mundo en el downtown de Nueva York quería ser John Lurie, acostarse con él o golpearle la cara. A su éxito con los Lounge Lizards hay que sumar sus frecuentes colaboraciones con el cineasta Jim Jarmusch (actor en Stranger than Paradise en 1983 o en Down by law en 1986) además de sus primeros pinitos como pintor (de él son algunas portadas de discos). Y, sobre todo, son los años de su “reino” que abarcaba entre la calle 14 y Canal. Él era el hombre, dice Friend. Años de drogas, mujeres y una vida bohemia que continuó en los noventa con otra de sus grandes (y excéntricas) creaciones: la serie Fishing with John, seis programas televisivos en los que se fue de pesca con Jim Jarmusch, Tom Waits, Matt Dillon, Willem Dafoe y Dennis Hopper. Las experiencias vividas o el tratamiento dado en el programa a alguno de los invitados hizo que se ganara su enemistad (aparentemente se rompió su relación con Tom Waits y Matt Dillon).

Lurie culminó la década de los noventa con un nuevo golpe de genialidad y travesura: Marvin Pontiac. O lo que es lo mismo, se inventó un músico que jamás existió. Pontiac tenía incluso una biografía que situaba su nacimiento en Detroit en 1932, hijo de un maliense y una neoyorquina. Tras unos años en Bamako volvió a Chicago donde recibió una paliza delbluesman Little Walter que lo acusó de copiar su estilo como armonicista y… En fin, una larga historia que culminó con su muerte en junio de 1977 atropellado por un autobús después de pasar por el psiquiátrico, haber sido secuestrado por alienígenas y contar con fieles e ilustres seguidores como el pintor Jackson Pollack o los cantantes David Bowie, Leonard Cohen o Iggy Pop. Lurie “recuperó” grabaciones de Pontiac de los años cincuenta y sesenta para su propio sello discográfico: Strange and Beautiful.

Y después, ¿qué? Después de la publicación de The legendary Marvin Pontiac nada más en su carrera musical. En 2001 dejó de tocar el saxo y entró en su década terrible. Esos son los años que centran el artículo de Tad Friend en The New Yorker, los que nos muestran a un Lurie enfermo, recluido, paranoico y en fuga que, sin embargo, comienza a triunfar en la pintura. La pintura como salvación para un hombre enfermo cuyo primer episodio de enfermedad manifiesta tuvo lugar en 2002 en un restaurante – acababa de rodar unas escenas para la serie Oz de la HBO – cuando, de pronto, el mundo empezó a darle vueltas y perdió la movilidad. En días sucesivos los síntomas fueron de intolerancia a la luz y molestias ocasionadas por el ruido, reacción de la piel a los limpiadores y falta de fuerza en su mano izquierda. Fue diagnosticado, entre otras cosas, de esclerosis múltiple, epilepsia y de Síndrome de taquicardia ortostática. Lurie creyó padecer la enfermedad de Lyme, una enfermedad crónica discutida entre la propia comunidad médica (según refleja Friend). Como consecuencia de ello dejó de tocar el instrumento y durante años apenas salió de su apartamento. Se concentró en pintar y en escribir sus memorias (de las que, de momento, no hay noticia) y empezó a ganar un buen dinero con sus pinturas. Eso sí, la mayor parte de su tiempo lo pasaba tumbado en el sofá, fumando y quejándose al menor ruido. Perdidas muchas de sus amistades (según él sólo le quedaban Flea – bajista de Red Hot Chili Peppers – y el actor Steve Buscemi de entre sus amigos artistas) otro pintor, John Perry, se convirtió en su amigo más íntimo.

La relación con John Perry - un pintor de retratos y naturalezas muertas que trabajaba de ayudante de obra o profesor sustituto cuando las necesidades económicas apremiaban - se convirtió en un pilar para Lurie. Se conocían de principios de los años noventa, cuando compartían partidas de póker y nocturnos partidos de baloncesto con lo mejor de cada casa (porteros y mánagers de clubes, traficantes de droga…). Perry pasaba horas y horas en casa de Lurie, le enseñó algunas técnicas pictóricas con óleo, le ayudó con su nuevo ordenador Apple, le cortaba el pelo, jugaban partidas de cartas… Pero Perry tenía también un lado violento, de reacciones impulsivas, y fue detenido en varias ocasiones (por trifulcas relacionadas con las drogas o, en 2008, por impedir, esgrimiendo un bate de béisbol, que dos policías fuera de servicio pudieran ver un apartamento vacío en su edificio). Por mucho que conozca ese lado violento, la acumulación de “armas” defensivas (como los anteriormente citados bote de pimienta o bate de béisbol) y su fuga de Nueva York con temporadas en la isla de Granada, en el Big Sur de California, en una población del oeste de Turquía o, más recientemente, en Palm Springs (California) nos muestran a un Lurie un tanto paranoico. ¿Qué sucedió entre Perry y Lurie?

El retrato que Tad Friend hace de los avatares de la relación entre ambos en su extenso artículo está lleno de capítulos íntimos que transmiten una considerable inestabilidad y adolescencia emocional en ambos; de dependencia a la vez que de repelencia, de genialidad creativa en contraste con la fragilidad obsesiva de sus personalidades y, sobre todo, la descripción de una relación que bien podría ser la de una mal avenida y celosa pareja de amantes. Es un retrato lleno de datos que, en opinión de quien esto escribe, traspasan en ocasiones los límites de la necesaria privacidad de la vida de cualquiera (aunque entiendo que tanto Perry como Lurie son partícipes y conocedores del artículo). No es mi propósito enumerar cada batalla, insulto, petición de perdón, llamada a deshoras o mensaje público de Internet subido de tono entre ellos pero sí reflejar el que parece ser uno de los capítulos fundamentales para entender la ruptura de su relación y el nacimiento de la paranoia de John Lurie. Y es que, al igual que Lurie había rodado su particular Fishing with John con el “sólido” argumento de unas jornadas de pesca compartidas con las celebridades antes mencionadas, Perry tenía también su idea de serie televisiva con el título de The drawing show (El show del dibujo) cuyo propósito básico era que el espectador viera el proceso de creación de un retrato y la reacción posterior del retratado. El primero, quien se prestó para el programa piloto, fue John Lurie. Cuando estaban en ello – rodando en el apartamento que un amigo de Perry le había cedido por una noche – y después de una serie de comentarios graciosetes de Lurie que molestaron a Perry (¿Por qué tengo la sensación de que me estás dibujando una nariz de cerdo?), sin terminar la grabación, antes de enfrentarse a su retrato, John Lurie abandonó el estudio. Perry, abatido por la imposibilidad de haber podido terminar su programa piloto, recibió al poco una llamada telefónica: era Lurie desde el vestíbulo. Se había desplomado y necesitaba ayuda. Bajó corriendo a socorrerle y fue entonces cuando Lurie dijo ver en Perry una mirada intensa, perdida y como de un niño de su amigo. Más tarde pensó que en ese momento él decidió que me iba a matar. A su vez Perry encontró pronto motivos para, cuando menos, alterarse más de lo que ya estaba: descubrió que Lurie había comprado un combate de boxeo en la televisión por cable esa misma noche. ¿Se habría marchado del rodaje para llegar a tiempo al combate? ¿Realmente se había puesto enfermo? (Llegó a llamar al canal televisivo para descubrir cuántos minutos del combate había visto Lurie). La obsesión del uno por el otro era ya inevitable, hasta el punto de que todos los capítulos posteriores dan forma a un culebrón que – este sí – cumpliría con todos los cánones del éxito para atraer a una audiencia televisiva sedienta de cotilleos. Un culebrón de amor y desamor, insultos y amenazas (con denuncias a la policía incluidas), aderezado con los escenarios exóticos de la fuga de Lurie (después reconocería que de no haber sido por todo esto nunca habría visto las ballenas en el Big Sur californiano).

Llegados a este punto, y dejando de lado la alocada vida privada de ambos, la pregunta que muchos aficionados a la música de Lurie y de The Lounge Lizards nos hacemos es: ¿volverá a tocar el saxo? El artículo de Tad Friend termina como sigue: Después de no haber tocado sus saxos desde 2001, Lurie los ha reparado recientemente y, en los buenos días, piensa en volver a casa y estudiar para poner sus labios en forma de nuevo. “Juntar una nueva banda e ir de gira… no sé”, dijo. “Demasiado estrés y nunca más estaré lo suficientemente protegido como para tratar con la gente. Probablemente tocaré sólo en la calle. Hay un lugar en Astor Place, junto a donde está el cubo, entre Broadway y Lafayette, en el que el sonido del saxo es increíble hacia las seis en punto”.
Así que la respuesta a la pregunta de si volveremos a escuchar a John Lurie haciendo música – al menos fuera de Astor Place – no tiene respuesta por ahora. Dado el historial de este genio con el que tan difícil parece convivir (y que difícilmente parece soportarse a sí mismo) cualquier cosa es posible. Muerto Marvin Pontiac y desaparecidos los Lounge Lizards sólo queda esperar que de esos soplidos a las seis en punto en Astor Place surja otro artista de pasado hilarante capaz de seducir a otros genios dispuestos a dejarse embaucar… y de paso a unos miles de aficionados. ¡No a más! Entonces la música, quizá, dejaría de ser honesta.

Carlos Pérez Cruz

El artículo original de Tad Friend para The New Yorker se puede consultar en el siguiente enlace (previo pago).

viernes, 12 de abril de 2013

Luz sobre la Vida (fragmentos de la introducción) BKS Iyengar

Cuando salí de la India y vine a Europa y América, ya hace medio siglo, observé a audiencias con la boca abierta mientras asistían a una presentación de yogasanas, como si se tratase de una forma de contorsionismo exótico. Ahora, esa mismas asanas han sido adoptadas por muchos millones de personas en todo el mundo, y sus beneficios físicos y terapéuticos han sido ampliamente reconocidos. Sólo eso ya significa una transformación extraordinaria, pues quiere decir que el yoga ha prendido llama en los corazones de muchos seres.

El yoga no es en modo alguno una religión o dogma para ninguna cultura en particular. Aunque el yoga brotó en la India, es un camino universal, un camino abierto a todos, independientemente de su lugar de naciemiento y origen. Patañjali utilizó la expresión sarvabhauma -universal- hace unos 2,500 años. Todos somos seres humanos, pero nos han enseñado a considerarnos occidentales y orientales. Si nos dejasen a nuestro aire, seríamos simples seres humanos, sin las etiquetas de africano, indio, europeo o americano.

El yoga reconoce que a lo largo de los milenos ha cambiado muy poco la manera como funcionan nuestros cuerpos y mentes. La manera como fucionamos dentro de nuestra piel no es suceptible de cambiar ni en el tiempo ni a causa del lugar. En el funcionamiento de nuestras mentesy en la manera como nos relacionamos con los demás podemos descubrir tensiones inherentes, como fallas geológicas que, si no se atienden, siempre causarán perjuicios, tanto individuales como colectivos. Todo el impulso de la búsqueda filosófica y científica del yoga tiene por objeto examinar la naturaleza del ser, con el propósito de aprender a responder a las tensiones de la vida sin convulsiones ni angustias.

El yoga es un manual para jugar el juego de la Vida, pero en este juego no tiene que perder nadie. Es duro, eso sí, y el entrenamiento debe ser intenso. Requiere disposición para pensar por uno mismo, para observar y corregir, y para superar los fracasos ocasionales. Exige honradez, una entrega sostenida y, por encima de todo, amor en el corazón. Si estás interesado en saber lo que significa ser un ser humano, situado entre el cielo y la tierra, si estás interesado en saber de dónde vienes y hasta dónde puedes llegar, si deseas felicidad y anhelas libertad, entonces ya has dado los primeros pasos del viaje interior.

Las leyes de la naturaleza no pueden doblegarse. Son impersonales e implacanles. Pero podemos jugar con ellas. Aceptando el desafío de la naturaleza y participando en el juego nos sumergiremos en un viaje emocionante y tempestuoso, que nos proporcionará beneficios de acuerdo al tiempo y el esfuerzo invertidos, siendo le menor de ellos la capacidad de atarnos los cordones de los zapatos con ochenta años, y el más elevado la oportunidad de degustar la esencia de la vida misma.

Sócrates nos advirtió que nos conociésemos a nosotros mismos. Conocerse a sí mismo es conocer elcuerpo, la mente y el alma. Suelo decir que el yoga es como música. El ritmo del cuerpo, la melodía de la mente y la armonía del alma crean la sinfonía de la vida. El viaje interior os permitirá explorar e integrar cada uno de esos aspectos de vuestro ser. 





Bellur Krishnamachar Sundararaja Iyengar (Bellur, India, 1918) mejor conocido comoYogacharya BKS Iyengar, esuna leyenda viva y está considerado como uno de los maestros de yoga más importantes e influyentes, fue uno de los primeros en introducir el yoga en Occidente. Creador del Yoga Iyengar,su libro Luz sobre el Yoga ha sido un éxito de ventas y está considerado como un texto clásico para los estudiantes de yoga.

Su enseñanza está basada en el texto de los Yoga Sutras, obra escrita por Patañjali hace unos dos mil quinientos años.
Sus 78 años de intensa práctica han dado importantes innovaciones a la enseñanza de esta disciplina; entre las más significativas están:

- La precisión en el alineamiento y simetría para unasana correcto y exacto;
- La concientización del propio cuerpo desde la corrección postural en la acción, logrando un bienestar del cuerpo y la mente;
- Un orden y personalización en la enseñanza de losasanas para el mejor desarrollo y bienestar del practicante;
- El uso de elementos como sillas, mantas, bloques de madera, etcétera, para lograr los beneficios delasana;
- Una metodología de enseñanza muy refinada, la cual requiere una formación que ha profesionalizado la instrucción del yoga;
- El manejo del yoga como tratamiento terapéutico;
- La democratización del yoga, en sus palabras: “el yoga es para todos”;
- Y, la integración de la filosofía de los Yoga Sutras en la práctica.

A sus 94 años sigue practicando y enseñando en la ciudad de Pune, India, en el Ramamani Iyengar Memorial Yoga Institute (RIMYI), junto a sus hijos Geeta y Prashant principalmente.

martes, 9 de abril de 2013

La vida está llena de cosas así.


 Maravilloso cuento de Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) incluído en la antología McOndo, donde "tal como en Macondo, todo puede pasar". (Alberto Fuguet y Sergo Gómez eds. Ed. Mondadori, 1996). 







La vida está llena de cosas así.

Hay tardes así, llenas de sol y viento, y a uno le dan ganas de que la vida comience otra vez como una página en blanco, sin que nada del pasado venga a mancharnos esa franja de tiempo feliz. Es bueno saber que hay tardes en las que se pueden dejar los juegos de mesa para después y salir a dar una vuelta por la Quince, ir al Uniclam a tomar una leche malteada con las amigas y comentar la fiesta del viernes, mirar las vitrinas con pereza y escándalo, ir al club a ver si Carlos está en la cancha de golfito o tomar algo en el Limmer's, a ver si ya trajeron ese famoso juego de sapo electrónico que tanto anuncian. 

Clarita esperó a que la empleada abriera la puerta del garaje para encender el Alpine. 

-Gracias, Hortensia. Dígale a mis papás que voy a la casa de Tita y que más tarde los alcanzo en el club. 

-Sí señorita. 

Avanzó hasta la esquina sintiendo el viento en los antebrazos tostados por las tardes de sol en la terraza y, de pronto, recordó la noche pasada con Carlos: cine en el Astor Plaza por la tarde, luego comida deliciosa en El Rancho y en la madrugada cama en el Estadero del Norte. Las tres C, como decían con su prima muertas de risa. Estaba enamorada pero sus amigas tenían razón: Carlos era un poco vulgar. Pero la excitaba, todavía tenía adentro su olor.


 Dobló otra vez a la derecha para bajar la cuesta de Santa Ana hasta la Séptima y vio pasar en moto a Freddy llevando detrás al perro de los Zubiría, haciéndolo saltar las bardas de la residencia y pisoteando las flores que, dos veces al día, las domésticas regaban con manguera y podaban con tijeras de mango azul compradas en Bima. 

El hombrecito en bicicleta vino de la calle de enfrente. Llevaba una cortadora de pasto en la parrilla y dos rastrillos amarrados con piola al marco. Clarita aceleró por la cuesta mirando a Freddy y no vio al intruso hasta sentir el golpe en el capó y el bulto que caía por delante. Pegó un grito, frenó en seco y el motor se detuvo. 


-¡Pilas, so imbécil! 


Encendió otra vez el Alpine dispuesta a seguir pero vio que el hombre no se levantaba. Entonces miró el reloj pensando que aún quedaba tiempo, maldijo, estacionó y fue a mirar el cuerpo tendido en el asfalto. En la otra esquina el Mercedes del papá de Freddy pasó sin detenerse y ella alcanzó a ver el pañuelo de seda del congresista y su brazo velludo en la ventana. Ella lo conocía, sabía que por ser sábado salía del club sin escolta. 


-¿Le pasó algo? -Clarita se animó a tocar al extraño con el dedo, pero no hubo respuesta. 


Le dio la vuelta, lo miró por todas partes intentando despertarlo pero vio que era inútil. Ya estaba por entrar a la casa de los Dussan cuando lo vio abrir los ojos. 


-Oiga... ¿Me oye? ¿Le pasó algo? 


El hombre la miraba sin parpadear, pero no habló. Entonces Clarita, muerta de pánico, le dijo venga, deje su bicicleta aquí y súbase al Alpine, lo llevo a un hospital. Le abrió la puerta y, angustiada, lo ayudó a acomodarse en el puesto del copiloto. 


¿Dónde había un hospital aquí cerca? Ah, sí, se dijo, el Centro Médico de los Andes. Fue para allá y, mientras avanzaba hacia Usaquén, vio que el hombre temblaba. 


-¿Se siente mal...? Ya vamos a llegar. 


Estaba tan asustada que ni cuenta se dio de que habría podido timbrar en la casa de los Parra y pedirle a Ernesto que la acompañara, pero tuvo miedo de que fuera grave, de que hubiera algún problema. Por eso hizo todo al revés y después pasó lo que pasó.  «Nunca me había pasado algo así, doctor, se lo juro», diría más tarde, «hacía apenas cuatro meses que tenía el pase y sólo manejaba de mi casa al club. Bueno, de vez en cuando a Unicentro acompañando a mamá a hacer compras o yendo a ver alguna película a los Cinemas». 


Al llegar a la clínica se bajó y fue corriendo a la recepción. 


-Es un caso urgente... Está en el carro. 


-¿Qué tiene? -preguntó un enfermero. 


-Hubo un accidente... -no sabía qué decir, ¿para qué hablaba? En cuanto lo internaran llamaría a su papá para que se hiciera cargo. 


Mordiéndose las uñas, entró al hospital detrás de la camilla. 


-¿La señorita es la responsable? -preguntó la jefa de enfermeras. 


-Eh... Sí, sí. ¿Por qué? 


-Porque el señor, que está en estado de choc, no tiene ni documentos ni medios para entrar al hospital. ¿Me permite una tarjeta de crédito?

Pensó en la American Express, pero sólo la metía en la billetera para los viajes. 

-No tengo aquí, pero vayan atendiéndolo mientras la traigo. 


-Imposible, señorita. Sin eso no podemos recibirlo. 


-¿Y entonces...? 


Le vinieron lágrimas, no pudo más y le contó todo a la enfermeta. Desde el principio. 


-Yo no lo vi venir, fue culpa de él... 


La enfermera miró al hombre. Le levantó la cara y vio que apretaba los dientes, que tenía un leve temblor en la quijada. 


-Este señor tiene epilepsia -le dijo a Clarita-. Lo que le pasa no tiene nada que ver con el accidente que usted me está contando. 


-Sí pero... ¿Qué hago? 


-Vaya al dispensarlo de salud de Usaquén, o si no llévelo al Hospital San Juan de Dios. Ahí puede entrar por urgencias sin problemas. Pero le doy un consejo, señorita: déjelo rápido en algún lado y váyase para su casa.


 Clarita pidió prestado el teléfono para llamar al papá. 

-¿El doctor Montero? Sí, un momento lo mando buscar... -le 
dijo un empleado del club. 

Esperó dos segundos pero notó que el cuerpo del hombre seguía temblando. Entonces un enfermero vino y le dijo: 


-Si no lo va a internar, señorita, haga el favor de llevárselo. Este señor va a tener un ataque de epilepsia. 


Colgó afanadísinia sin poder hablar con el papá, pensando que lo llamaría en otro inoinento. Luego la ayudaron a subirlo al carro y ella estuvo a punto de gritar. ¿Qué hacer? 
Fue volando a Usaquén, preguntó por el dispensarlo de salud pero le dijeron que era sábado, que hasta las cinco no había turno. Entonces pensó: ¿dónde quedaba ese tal San Juan de Dios? Un celador del Banco de Colombia le dijo: 

-En la Décima con Primera. Pero apúrese, ese señor tiene muy mala cara. 


El corazón se le iba a salir del pecho. Esa dirección quedaba al otro lado de Bogotá. 

El hombre, sostenido por el cinturón de seguridad, resbaló sobre el vidrio sin abrir los Oíos. Clarita vio su cuello tenso, las venas inflamadas y un constante temblor en la quijada.

-¿Voy por la Séptima hacia el sur? 

-Sí -dijo el celador-. Y en la 26 sigue por la Décima, derecho. Es fácil, si se pierde cualquiera le indica. 


Subió a la Séptima pensando: ¿por qué me pasarán a mí estas cosas? No podía dejarlo tirado en un andén, pero a fin de cuentas no había sido culpa suya. Hasta la enfermera lo dijo. Pensó en parar a llamar al club en el semáforo de Santa Bárbara, pero luego se dijo que lo mejor era llegar al San Juan de Dios lo más rápido posible, dejarlo y llamar al papá. 

Sin saber lo que hacía, Clarita perdió la última oportunidad de evitar lo que más adelante sólo el tiempo, un traslado definitivo a Boston, la tranquilidad y el psicoanálisis podrían curar. 

«Hay una cosa que no le he dicho, doctor: cuando niña, en la finca de mis abuelos, enterré vivo a un patico. No fue por maldad, se lo juro, sólo porque me gustaba verlo salir de la tierra. Salía y yo lo volvía a enterrar, haciendo un hueco cada vez más hondo. Pero de pronto no salió más y yo comencé a escarbar asustada hasta que lo saqué, ya muerto. Por la tarde todo el mundo preguntaba por el patico y yo temblaba de miedo, callada, y cuando me preguntaron si lo había visto dije que no, que tan raro, que debía haberse perdido. Fíjese, usted es la primera persona a la que se lo cuento.» 


Al pasar la Avenida Chile la quijada del hombre comenzó a teinblar con más fuerza aunque sin niover el cuerpo. Su cabeza golpeaba contra el vidrio y una gota de saliva le escurría de la boca. 


Clarita aceleró: si le daba el ataque de epilepsia en el carro sería muy peligroso. Daría patadas, manoteos, a lo mejor hasta la hacía chocar. 


El reloj de la Avenida Chile, esquina Carrera Séptima, daba las 3 de la tarde. Había un tráfico moderado y el sol continuaba calentando el aire. 


«Yo me sentía segura, sentía que podía hacerlo. Por eso fui. Ya le expliqué que era un día de sol lindo, doctor, que la noche anterior había tenido relaciones con un joven al que frecuentaba y que más tarde tenía una fiesta sport en el Club. Todo eso influyó. Además era sábado, no era época de exámenes y pensaba ir a donde Tita, una amiga, y contarle lo de Carlos, a ver si me ayudaba a tomar una decisión sobre él. Pero claro, mientras iba hacia el sur por la Séptima yo no pensaba en eso, tan angustiada estaba.» 


Pasada la 67 una nube tapó el sol y Clarita sintió frío en los brazos. ¿Dónde había puesto el suéter? Recién ahí se dio cuenta: lo había dejado en el Centro Médico. Tonta. Antes de ir al club iría a la casa a cambiarse. Desde allá llamaría a Tita para que salicran juntas. 

El hombre pareció estabilizarse en ese ligero temblor y Clarita volvió a preguntarle: 

-¿Me oye? ¿Se siente mejor? -Pero nada, no había respuesta. 


Al menos con los semáforos tuvo suerte: a partir del Carulla de la 60 todos en verde hasta la calle 26. Al doblar hacia la Décima por el edificio de Bavarla y pasar los puentes sintió un poquito de rniedo. 


 «Yo había estado dos veces por esa zona yendo al Salón ROJO del Hotel Tequendama, pero de ahí para allá nunca. Ni siquiera la Catedral o el Palacio de justicia. Los conocía de haberlos visto en televisión.» 


Los edificios se oscurecieron, la calle se hizo más estrecha y Clarita comenzó a ver basuras y tenderetes en todas las esquinas. Vio las busetas cambiando de carril, las carretillas de fruta, los gamines empujando carros de balineras y sintió mareo. ¿Cómo iba a reconocer la Avenida Primera? Habría que mirar las direcciones. Pero no importa: la calle avanzaba recta y ella sabía que tenía que llegar de frente al edificio del Hospital. Le habían dicho que era fácil. 


A la altura de la calle 12 hubo un atasco que la puso nerviosa. Los carros no se movían, los buses se echaban encima de todo el mundo para avanzar un milímetro y el ruido de los pitos la volvía loca. Por los lados, el vidrio del carro se convirtió en un mosaico de manos que le pedían limosna, que le ofrecían cadenas robadas, cigarrillos y paquetes de Kleenex. Clarita, con ojos huérfanos, miró al hombre buscando protección, pero él seguía recostado contra el vidrio, con el cuello rojo y las venas tensas. El tableteo de la mandíbula continuaba y, muerta de pánico, comprobó que el ruido que oía desde hacía un rato era el castañeteo de sus dientes. Se dijo que debía acelerar: ahora sí el ataque estaba en un pelo. 


Los carros seguían sin moverse. Una cuadrilla del Ministerio de Obras Públicas levantaba la calzada para cambiar el asfalto a la altura de la calle Sexta. Sólo quedaba una vía del lado izquierdo para pasar y tres busetas se la disputaban. Sin saber qué hacer, Clarita cometió el último y fatal error: vio una esquina, vio que el carro de adelante doblaba para salir del atasco y, sin pensar, lo siguió. Era la calle Octava y respiró diciéndose que no estaba lejos. 

Avanzó dos esquinas mirando con aprensión los talleres de mecánica, las tiendas, los edificios desconchados, la gente descalza con el torso desnudo, los grupos de dos o tres sentados en las entradas de las casas tomando cerveza y aguardiente, oyendo radio. 

Una vez más dobló a la derecha y el paisaje volvió a sobrecojerla: la calle destapada, con cráteres llenos de agua que hacían golpear los bajos del Alpine contra el suelo. 


«Yo, doctor, si quiere que le diga la verdad, ya ni sentía miedo. Era como si estuviera dormido el músculo del miedo, ¿me entiende? Mi casa, el Club, el barrio, Unicentro, me parecína lugares inalcanzables de los que había salido hacía tres vidas. El sur era para mí la boca del lobo, ¿me va entendiendo?» 


Pasó al lado de una montaña de escombros y vio un muro de ladrillo a medio construir que terminaba en una casa de lona y plásticos; en la esquina, en un hidrante abierto, varias mujeres llenaban galones de agua y una cuadrilla de niños descalzos revoloteaba alrededor. Clarita no podía avanzar más rápido. En cada hueco se encontraba con miradas sorprendidas. ¿Podría recuperar la Décima más adelante? 


La cosa fue más bien sencilla: de una de las casas salieron tres hombres gritando: ¡Auxilio! ¡Un carro! La vieron venir y le hicieron seña de parar, pero Clarita se asustó y quiso acelerar para irse de allí. Imposible, los huecos no la dejaban avanzar. Mientras le daba con desesperación al pedal sintió un ejército de manos golpeando contra todos los vidrios del Alpine. ¡Pare! Pare! Clarita también gritó de pánico: ¡Váyanse! ¡Déjenme! Los hombres forcejearon para abrirle las puertas hasta que uno de ellos levantó un ladrillo y pulverizó el vidrio de atrás. 


-¡Ya tráiganla! -dijo una voz angustiada. 


De la casa salieron otros dos hombres alzando a una mujer j
oven. Tenía el vientre inflado y las piernas bañadas en sangre. 

-Acuéstenla ahí, con cuidado -dijo el más grande señalando el asiento de atrás. 


Varias mujeres se subieron al carro con la que gritaba y un hombre empujó a Clarita hacia el puesto del copiloto, sobre las piernas del epiléptico que aún temblaba y que ya tenía la quijada y el cuello humedecidos por las babas. 


-Estamos yendo al hospital, mamita -dijo una de las mujeres-. Tranquilita, ¿sí? 


«Yo vi la escena como si no fueran mis ojos. La mujer estaba teniendo un parto al lado mío, doctor, y le juro, entre la sangre, los pataleos y los gritos, se lo juro, yo vi como unas piernitas diminutas que le colgaban del sexo.» 


El que se puso en el timón aceleró a pesar de los huecos y todos saltaron dentro del carro. En la esquina chocó contra una caneca de basura rompiendo el faro derecho del Alpine pero siguió acelerando hasta que volvió a la Décima, después del atasco. En el semáforo del cruce para la Tercera volvieron a parar. 


-¡Se está desangrando! ¡El niño se va a estrangular! 


Clarita temblaba de pánico mirando la escena. El hombre que manejaba sudaba a chorros y ella sufrió un desmayo al sentir que el epiléptico tenía el miembro en erección. 


«Y fijese lo que me pasa doctor: cada vez que estoy con un hombre veo al extraño temblando y echando babas, pero no importa, le sigo contando. Cuando me desperté del desmayo estaba sola en el carro. Es decir, sola con el epiléptico. Y entonces vi el vidrio roto del Alpine, el mar de sangre negra en la silla de atrás y los trapos ensangrentados que cubrían a la mujer. Ellos se habían ido.» 


El epiléptico empezó a moverse y ella cambió de posición, sintiendo esa cosa dura entre los pantalones del hombre. Entonces se armó de valor y lo empujó contra la puerta y justo en ese instante vio un brillo y luego una forma que la dejó sorprendida: esa cosa dura que el hombre llevaba entre los pantalones y que sentía contra su Pierna era una pistola. Fue incapaz de hablar, de reaccionar. Simplemente la vio. Era la primera vez que veía una pistola. El hombre buscó acomodarse y dejó caer un papel que llevaba en el puño de la mano derecha. Clarita lo abrió y, temblando de miedo, vio escrita una dirección y el nombre del papá de Freddy, el congresista del pañuelo de seda. 


En ese momento volvió a desmayarse sin saber que la estaban buscando. Que la policía había encontrado la bicicleta del jardinero tirada en la calle y que en la bolsa de útiles, en lugar de tijeras de podar y recogedores de pasto, había una mini Usi. y una granada de mano. 


Despertó en uno de los cuartos del Sanjuan de Dios. Le habían dado un calmante luego de haber tenido varios ataques, gritando y pataleando para escaparse y pidiendo que viniera su papá. La habítación era de color azul claro. Destrás de la ventana s. veía un pedazo del cerro y más atrás, bien al fondo, el cielo y algunas nubes. Una enfermera entró: 


-La familia que usté trajo al Hospital pudo salvar al niño y quieren darle las gracias. 


-¡No los deje entrar! -gritó, y otra vez empezó a patalear en la cama, a forcejear de aquí para allá, pero en vano, porque la tenían bien sujeta con cinturones de cuero agarrándole los brazos. 


Al final de la tarde, cuando los familiares llegaron para trasladarla a la clínica del Country, Clarita seguía en estado de choc. Según supo después, la policía había agarrado al falso jardinero en el hospital y ahora lo estaban juzgando. Por el traslado a Bostón y los problemas de salud el papá había logrado que no la llainaran a declarar, que para ella habría sido horrible. 


«No sé doctor, no sé si es mentira de los médicos de Colombia, pero llegaron a decir que cuando mi papá por fin llegó a recogerme al hospital yo no lo reconocí. ¿A usted le parece posible?»




miércoles, 3 de abril de 2013

TALLER DE YOGA: ALINEACION Y PROFUNDIZACION

La palabra “Yoga” significa “unión” y con ella designamos una disciplina muy antigua que busca integrar en forma armónica el cuerpo, la mente y el espíritu. Su práctica es tan válida hoy como lo fue entonces y es adecuada para personas de cualquier edad y nivel de condición física. El Yoga no es una religión: es el estudio y la observación del propio Ser.

El método de enseñanza que se imparte sigue la tradición de B.K.S. Iyengar y se caracteriza por utilizar series de posturas (Asana-s) cuidadosamente estudiadas que revitalizan el cuerpo y relajan la mente. Para experimentar un máximo de beneficios, las posturas deben ejecutarse con precisión, cuidando la observación del detalle y reestableciendo la alineación correcta del cuerpo. Con la práctica constante desarrollarás fuerza, flexibilidad y estabilidad, tanto física como mental y emocionalmente.

Además, el Yoga conduce a la mente hacia un estado más ordenado y relajado, disminuye la dispersión y la ansiedad; y constituye un estupendo recurso para enfrentar las tensiones de la vida moderna.
La práctica de posturas (Asana-s) bien dirigida, es un entrenamiento mental que nos enseña a reconocer nuestras actitudes, no sólo durante la práctica, sino en todos los aspectos de la vida. A través del reconocimiento es posible el cambio.