sábado, 30 de noviembre de 2013

Los años luz de Italo Calvino

Cuanto más distante una galaxia, más velozmente se aleja de nosotros. Una galaxia que se encontrara a diez millares de millones de años–luz de nosotros, tendría una velocidad de fuga igual a la de la luz, trescientos mil kilómetros por segundo. Las "casi estrellas" descubiertas recientemente estarían ya cerca de este umbral. 

Una noche, como de costumbre, observaba el cielo con mi telescopio. Noté que desde una galaxia a cien millones de años–luz de distancia sobresalía un cartel. Decía: TE HE VISTO. Hice rápidamente el cálculo: la luz de la galaxia había empleado cien millones de años para alcanzarme, y como desde allá arriba veían lo que sucedía aquí con cien millones de años de retraso, el momento en que me habían visto debía remontarse a doscientos millones de años. 

Aún antes de verificar en mi agenda para saber qué había hecho aquel día, me asaltó un presentimiento terrible: justo doscientos millones de años antes, ni un día más ni un día menos, me había sucedido algo que siempre había tratado de ocultar. Esperaba que con el tiempo el episodio quedara completamente olvidado; contrastaba netamente –por lo menos así me parecía– con mi comportamiento habitual de antes y después de esa fecha, de manera que si alguna vez alguien hubiera intentado sacar a relucir aquella historia, estaba dispuesto a desmentirlo con toda tranquilidad, y no sólo porque le hubiera resultado imposible aducir pruebas, sino también porque un hecho determinado por azares tan excepcionales –aun en caso de ser verificado– era tan poco probable que podía de buena fe ser considerado no verdadero incluso por mí mismo. Y en cambio desde un lejano cuerpo celeste alguien me había visto y la historia volvía a salir a la luz justo ahora. 

Naturalmente, estaba en condiciones de explicar todo lo que había sucedido, y cómo había podido suceder, y hacer comprensible, si no del todo justificable, mi manera de obrar. Pensé en responder en seguida también yo con un cartel, empleando una fórmula defensiva como DEJENME QUE LES EXPLIQUE, o si no, HUBIERA QUERIDO VERLOS EN MI LUGAR, pero esto no habría bastado y la explicación habría sido demasiado larga para una inscripción sinsintética que resultase legible a tanta distancia. Y sobre todo debía estar atento a no dar un paso en falso, o sea a no subrayar con una explícita admisión mía aquello a lo cual el TE HE VISTO se limitaba a aludir. En una palabra, antes de dejarme sacar una declaración cualquiera tendría que saber exactamente qué habían visto desde la galaxia y qué no; y para eso no había más que preguntarlo con un cartel del tipo de: ¿PERO HAS VISTO TODO O APENAS UN POCO?, o bien: VEAMOS SI DICES LA VERDAD: ¿QUE HACIA?, y después esperar el tiempo necesario para que desde allá vieran mi letrero, y el tiempo igualmente largo para que yo viese la respuesta de ellos y pudiera proceder a las necesarias rectificaciones. El conjunto habría llevado otros doscientos millones de años, incluso algunos millones de años más, porque mientras las imágenes iban y venían a la velocidad de la luz, las galaxias seguían alejándose entre sí y ahora aquella constelación ya no estaba donde yo la veía, sino un poco más allá, y la imagen de mi cartel debía de correrle detrás. En fin, era un sistema lento que me hubiera obligado a discutir repetidamente, más de cuatrocientos millones de años después de sucedidos, acontecimientos que hubiera querido hacer olvidar en el tiempo más breve posible. La mejor línea de conducta que se me presentaba era hacer como si nada, minimizar el alcance de lo que podían haber llegado a saber. Por eso me apresuré a exponer bien a la vista un cartel que decía simplemente: ¿Y QUE HAY CON ESO? Si los de la galaxia habían creído ponerme en aprietos con su TE HE VISTO mi calma los desconcertaría, y se convencerían de que no era cosa de demorarse en ese episodio. Si en cambio no tenían a mano muchos elementos en mi contra, una expresión indeterminada como ¿Y QUE HAY CON ESO? serviría de cauto sondeo de la extensión que cabía dar a la afirmación TE HE VISTO. La distancia que nos separaba (de su muelle de los cien millones de años–luz hacía un millón de siglos que la galaxia había zarpado adentrándose en la oscuridad) haría quizá menos evidente que mi ¿Y QUE HAY CON ESO? replicaba al TE HE VISTO de doscientos millones de años atrás, pero no me pareció oportuno incluir en el cartel referencias más explícitas, porque si la memoria de aquella jornada, pasados tres millones de siglos, se había ido oscureciendo, no quería ser justamente yo el que la refrescara.  

En el fondo la opinión que podían haberse formado de mí en aquella particular  ocasión no debía preocuparme excesivamente. Los hechos de mi vida, los que se habían sucedido desde aquel día en adelante durante años y siglos y milenios, hablaban –por lo menos la gran mayoría– en mi favor; por lo tanto, no tenía más que dejar hablar a los hechos. Si desde aquel lejano cuerpo celeste habían visto lo que yo hiciera un día de doscientos millones de años atrás, me habrían visto también al día siguiente, y al otro, y al otro, y habrían modificado poco a poco la opinión negativa que de mí podían haberse formado juzgando precipitadamente a base de un episodio aislado. Más aún, bastaba que pensara en el número de años que habían pasado desde el TE HE VISTO para convencerme de que aquella mala impresión hacía tiempo ya que se había borrado, sustituyéndola una valoración probablemente positiva y, por lo tanto, más concorde con la realidad. Pero esta certeza racional no bastaba para darme respiro: mientras no tuviera la prueba de un cambio de opinión en mi favor, me duraría la desazón de haber sido sorprendido en una situación incómoda e identificado con ella, clavado allí.  

Ustedes dirán que bien podía importárseme un bledo de lo que pensaban de mí algunos habitantes desconocidos de una constelación aislada. En realidad, lo que me preocupaba no era la sospecha de que las consecuencias de haber sido visto por ellos podían no tener límites. En torno a aquella galaxia había muchas otras, algunas de un radio inferior a cien millones de años–luz, con observadores que tenían los ojos bien abiertos: el cartel TE HE VISTO, antes de que yo lograse divisarlo lo habían leído seguramente habitantes de otros cuerpos celestes, y lo mismo habría ocurrido después en las constelaciones cada vez más distantes. 

Aunque ninguno pudiera saber con precisión a qué situación específica aquel TE HE VISTO se refería, esa indeterminación no habría pesado para nada en mi favor. Es más, como la gente está siempre dispuesta a dar crédito a las peores conjeturas, lo que de mí podía haber sido efectivamente visto a cien millones de años–luz de distancia, era en el fondo cosa de nada en comparación con todo lo que en otro lugar se podía imaginar que había sido visto. La mala impresión que podía haber dejado durante aquella momentánea indelicadeza de dos millones de siglos atrás se agigantaba, pues, y se multiplicaba refractándose a través de las galaxias, y no me era posible desmentirla sin empeorar la situación, dado que, no sabiendo a qué extremas deducciones calumniosas podían haber llegado los que me habían visto directamente, no tenía idea de por dónde empezar y dónde terminar mis desmentidos. 

En este estado de ánimo seguía todas las noches mirando en torno con el telescopio. Y al cabo de dos noches me di cuenta de que también en una galaxia situada a cien millones de años y un día–luz habían puesto el cartel TE HE VISTO. No cabía duda de que también ellos se referían a aquella vez: lo que siempre había tratado de esconder había sido descubierto no desde un cuerpo celeste solamente, sino también desde otro, situado en una zona completamente distinta del espacio. Y desde otros más: en las noches siguientes continué viendo nuevos carteles con el TE HE VISTO que se levantaban en nuevas constelaciones. Calculando los años–luz resultaba que la vez que me habían visto era siempre aquélla. A cada uno de los TE HE VISTO yo contestaba con carteles teñidos de una desdeñosa indiferencia, como: ¿AH, SI? MUCHO GUSTO, o si no, POR LO QUE ME IMPORTA, o también de una insolencia casi provocativa, como TANT PIS, o bien ¡CUCU, SOY YO!, pero siempre manteniéndome en guardia. 

Por más que la lógica de los hechos me hacía mirar el futuro con razonable optimismo, la convergencia de todos aquellos TE HE VISTO en un único punto de mi vida, convergencia seguramente fortuita debida a particulares condiciones de visibilidad interestelar (única excepción, un cuerpo celeste en el cual, siempre correspondiendo a aquella misma fecha, apareció un cartel NO SE VE NI MEDIO), me ponía como sobre ascuas.  

Era como si en el espacio que contenía todas las galaxias la imagen de lo que había hecho aquel día se proyectara en el interior de una esfera que se dilataba continuamente a la velocidad de la luz: los observadores de los cuerpos celestes que iban entrando en el radio de la esfera estaban en condiciones de ver lo que había sucedido. A su vez podía considerarse que cada uno de esos observadores estaba en el centro de una esfera que se dilataba también a la velocidad de la luz, proyectando todo alrededor la inscripción TE HE VISTO de sus carteles. Al mismo tiempo todos esos cuerpos celestes formaban parte de galaxias que se alejaban una de otra en el espacio a velocidad proporcional a la distancia, y cada observador que daba muestras de haber recibido un mensaje, antes de poder recibir el segundo se había alejado ya en el espacio a una velocidad cada vez mayor. En cierto momento las galaxias más lejanas que me habían visto (o que habían visto el cartel TE HE VISTO de una galaxia más cercana a nosotros, o el cartel HE VISTO EL TE HE VISTO de una un poco más allá) llegarían al umbral de los diez millares de millones de años–luz, pasado el cual se alejarían a trescientos kilómetros por segundo, es decir, más veloces que la luz, y ninguna imagen podría alcanzarlas más. Había, pues, el riesgo de que se quedaran con su provisional opinión equivocada sobre mí, que desde aquel momento se volvería definitiva, no rectificable, inapelable y por eso, en cierto sentido, justa, esto es, correspondiente a la verdad. 



Era, pues, indispensable que cuanto antes se aclarara el equívoco. Y para aclararlo podía confiar en una sola cosa: que, después de aquella vez, hubiera sido visto otras veces en que daba de mí una imagen completamente distinta, es decir –no tenía dudas al respecto–, la verdadera imagen de mí que debía tenerse presente. Ocasiones, en el curso de los últimos doscientos millones de años, no me habían faltado, y me hubiera bastado una sola, muy clara, para no crear confusiones. Por ejemplo, recordaba un día durante el cual había sido realmente yo mismo, esto es, yo mismo de la manera en que quería que los otros me vieran. Ese día –calculé rápidamente– había sido hacía justo cien millones de años–luz. Por lo tanto desde la galaxia situada a cien millones de años–luz me estaban viendo justo ahora en esa situación tan halagadora para mi prestigio, y la opinión de aquéllos sobre mí seguramente iba cambiando, corrigiendo e incluso desmintiendo la primera fugaz impresión.

Justo ahora o casi, porque en ese momento la distancia que nos separaba debía de ser no ya de cien millones de años–luz, sino de ciento uno por lo menos; en consecuencia, no tenía más que esperar un número igual de años para dar tiempo a que la luz de allí llegara aquí (la fecha exacta en que ocurriría fue calculada en seguida, teniendo en cuenta incluso la "constante de Hubble") y conocería su reacción. El que hubiera logrado verme en el momento x con mayor razón me habría visto en el momento y, y como mi imagen en y era mucho más persuasiva que la de x –diré más: sugestiva, de esas que una vez vistas no se olvidan nunca–, en y sería recordado, mientras cuanto de mí había sido visto en x se olvidaría inmediatamente, se borraría, quizá después de haberlo traído fugazmente a la memoria, a modo de despedida, como para decir: piensen, a alguien que es como y puede ocurrir que se lo vea como x y creer que sea realmente como x cuando es evidente que es absolutamente como y. 

Casi me alegraba de la cantidad de TE HE VISTO que aparecían alrededor, porque era señal de que yo había despertado la atención y por lo tanto no se les escaparía mi jornada más luminosa. Ésta tendría –es decir, ya estaba teniendo, sin yo saberlo– una resonancia mucho más amplia –limitada a un determinado ambiente, y además, debo admitirlo, más bien periférico– que la que ahora en mi modestia me esperaba. Es necesario además considerar también los cuerpos celestes desde los cuales –por desatención o por mala ubicación– no me habían visto a mí sino tan solo un cartel TE HE VISTO en las cercanías, g donde habían expuesto también sus carteles con la inscripción: PARECE QUE TE HAN VISTO, o si no: ¡DESDE ALLI SI QUE TE HAN VISTO! (expresiones en las que sentía traslucir ya curiosidad, ya sarcasmo); también allí había ojos clavados en mí que justamente por haberse perdido una ocasión no dejarían escapar la segunda, y teniendo de x sólo una noticia indirecta y conjetural, estarían aun más dispuestos a aceptar a y como la única verdadera realidad que me concerniese. 

Así el eco del momento y se propagaría a través del tiempo y del espacio, llegaría a las galaxias más lejanas y más veloces, y éstas se sustraerían a toda imagen ulterior corriendo los trescientos mil kilómetros por hora de la luz y llevando de mí aquella imagen en adelante definitiva, más allá del tiempo y del espacio, convertida en la verdad que contiene en su esfera de radio ilimitado todas las otras esferas parciales y contradictorias. Un centenar de millones de siglos no son al fin una eternidad, pero a mí me parecía que no pasaban nunca. Finalmente llega la buena noche: el telescopio ya lo había apuntado hacía rato en dirección de aquella galaxia de la primera vez. Acerco el ojo derecho al ocular, con el párpado entrecerrado, levanto despacio despacio el párpado, ahí está la constelación encuadrada perfectamente, hay un cartel plantado en el medio, no se lee bien, enfoco correctamente... Dice: TRA–LA–LA–LA. Solamente eso: TRA–LA–LA–LA. En el momento en que yo expresaba la esencia de mi personalidad, con palmaria evidencia y sin riesgo de equívocos, en el momento en que daba la clave para interpretar todos los gestos de mi vida pasada y futura y para extraer un juicio general y ecuánime, el que tenía no sólo la posibilidad sino también la obligación moral de observar cuanto yo hacía y de tamar nota, ¿qué había visto? Ni gota, no se había dado cuenta de nada, no había notado nada de particular. Descubrir que una parte tan grande de mi reputación estaba a merced de un tipo tan poco de fiar, me dejó postrado. Aquella prueba de quién era yo, que por las muchas circunstancias favorables que la habían acompañado por considerar irrepetible, había pasado así, inobservada, desperdiciada, definitivamente perdida para toda una zona del universo, sólo porque aquel señor se había permitido sus cinco minutos de distracción, de vaguedad, digamos también de irresponsabilidad, papando moscas como un estúpido, quizá en la euforia del que ha bebido un vaso de más, y en su cartel no había encontrado nada mejor que escribir signos sin sentido, quizá el tema tonto que estaba silbando, olvidado de sus obligaciones, TRA–LA–LA–LA. 

Un solo pensamiento me consolaba un poco: en las otras galaxias no habrían faltado observadores más diligentes. Nunca como en aquel momento me dio satisfacción el gran número de espectadores que el viejo episodio lamentable había tenido y que estarían dispuestos ahora a reparar en la novedad de la situación. Me acerqué de nuevo al telescopio, todas las noches. Una galaxia a la distancia justa se me apareció unas noches después en todo su esplendor. El cartel estaba ahí. Y con esta frase: TE HAS PUESTO LA CAMISETA DE LANA. Con lágrimas en los ojos me devané los sesos para encontrar una explicación. Quizá en aquel lugar, con el paso de los años, habían perfeccionado tanto los telescopios que se divertían en observar los detalles más insignificantes, la camiseta que uno tenía puesta, si era de lana o de algodón, y todo lo demás no les importaba nada, no se fijaban siquiera. Y de mi honrosa acción, de mi acción –digámoslo– magnánima y generosa, no habían retenido otro elemento que mi camiseta de lana, excelente camiseta, no se puede negar, quizá en otro momento no me hubiera desagradado que se fijaran en ella, pero no entonces, no entonces. Con todo, había tantos otros testimonios que me aguardaban: era natural que en el montón alguno faltara: yo no era de los que pierden la calma por tan poca cosa. En efecto, desde una galaxia un poco más allá tuve finalmente la prueba de que alguien había visto perfectamente cómo me había comportado y daba la valoración justa, es decir, entusiasta.

En realidad el cartel decía: ESE FULANO SI QUE ES DE LEY. Había tomado nota con plena satisfacción –una satisfacción, si te fijas, que no hacía sino confirmar mi espera, incluso mi certeza de ser reconocido en mis justos méritos–, cuando la expresión ESE FULANO volvió a llamarme la atención. ¿Por qué me llamaban ESE FULANO si me habían visto ya, aunque no fuera más que en aquella circunstancia desfavorable, pero si al fin no podía dejar de serles bien conocido? Con un poco de habilidad enfoqué mejor mi telescopio y descubrí al pie del mismo cartel un renglón en caracteres un poco más pequeños: ¿QUIÉN SERA? VAYA UNO A SABERLO. ¿Se puede imaginar una desventura más grande? Los que tenían en sus manos los elementos para entender verdaderamente quién era yo no me habían reconocido. No habían relacionado este episodio laudable con el otro censurable ocurrido doscientos millones de años antes, por lo tanto el episodio censurable seguía siéndome atribuido, y éste no, éste seguía siendo una anécdota impersonal, anónima, que no entraba a formar parte de la historia de nadie. Mi primer impulso fue desplegar un cartel: ¡PERO SI SOY YO! Renuncié: ¿de qué hubiera servido? Lo habrían visto más de cien millones de años después y con otros trescientos y pico que habían pasado desde el momento x, andaban por el medio millar de millones de años; para estar seguro de ser comprendido hubiera tenido que especificar, sacar una vez más a relucir la vieja historia, es decir, justo lo que más quería evitar. Ahora ya no estaba tan seguro de mí mismo. Temía que tampoco las otras galaxias me dieran mayores satisfacciones. Los que me habían visto, me habían visto de manera parcial, fragmentaria, distraída, o habían entendido sólo hasta cierto punto lo que sucedía, sin captar lo esencial, sin analizar los elementos de mi personalidad que tomados por separado adquirían relieve. Un solo cartel decía lo que me esperaba: ¡REALMENTE ERES DE LEY! Me apresuré a hojear mi cuaderno para ver qué reacciones habían sido las de aquella galaxia en el momento x. Por casualidad, justo allí había aparecido el cartel NO SE VE NI MEDIO. En aquella zona del universo yo gozaba sin duda de la mejor consideración, no hay nada que decir; finalmente hubiera debido alegrarme, en cambio no sentía ninguna satisfacción. Me di cuenta de que, como estos admiradores míos no estaban entre los que antes podían haberse formado de mí una idea equivocada, de ellos no me importaba
realmente nada. La prueba de que el momento y desmintiera y borrara el momento x, ellos no podían dármela, y mi desasosiego continuaba, agravado por la larga duración y por no saber si sus causas no habían desaparecido o desaparecerían. Naturalmente, para los observadores dispersos en el universo, el momento x y el momento y eran solamente dos de los innumerables momentos observables, y en realidad todas las noches en las constelaciones situadas a las más diversas distancias aparecían carteles que se referían a otros episodios, carteles que decían SIGUE ASI QUE VAS BIEN, ESTAS SIEMPREI AHI, MIRA LO QUE HACES, TE LO HABIA DICHO. Para cada uno de ellos podía hacer el cálculo, los años–luz de aquí allá, los años–luz de allá aquí, y establecer a qué episodio se referían: todos los gestos de mi vida, todas las veces que me había metido el dedo en la nariz, todas las veces que había conseguido bajar del tranvía en movimiento todavía estaban allí viajando de una galaxia a otra, y eran tomados en cuenta, comentados, 
juzgados. Comentarios y juicios no siempre pertinentes: la inscripción TZZ, TZZ correspondía a la vez que había invertido un tercio de mi sueldo en una suscripción de beneficencia; la inscripción ESTA VEZ ME HAS GUSTADO a cuando había olvidado en el tren el manuscrito del tratado que me costó tantos años de estudio; mi famosa lección inaugural en la Universidad de Gpotinga había sido comentada con la inscripción: CUIDADO CON LAS CORRIENTES DE AIRE. En cierto sentido podía estar tranquilo: nada de lo que hacía, para bien o para mal, se perdía del todo. Un eco siempre se salvaba, más aún, muchos ecos que variaban de una punta a la otra del universo, en aquella esfera que se dilataba y generaba otras esferas, pero eran noticias inarmónicas, inesenciales, de las cuales no resultaba el nexo entre mis acciones, y una nueva acción no lograba explicar o corregir la otra, de manera que se sumaban una a la otra, con signo positivo o negativvo, como en un larguísimo polinomio que no se deja reducir a una expresión más sencilla. 

¿Qué podía hacer, llegado a ese punto? Seguir ocupándome del pasado era inútil; hasta ese momento las cosas habían marchado como habían marchado; tenía que arreglármelas para que marcharan mejor en el futuro. Lo imponante era que, de todo lo que hiciese, resultaba claro lo esencial, dónde se ponía el acento, qué era lo que se debía observar y qué no. Conseguí un enorme cartel con un signo indicador de dirección, de los que tienen una mano con el índice extendido. Cuando cumplía una acción sobre la cual quería llamar la atención, no tenía más que levantar el cartel, tratando de que el índice apuntara al detalle más importante de la escena. Para los momentos en que, en cambio, prefería pasar inadvertido, me hice otro cartel con una mano que tendía el pulgar en la dirección opuesta a aquella a la que yo me dirigía, para desviar la atención. Bastaba que llevara conmigo aquellos carteles donde quiera que fuese y levantara uno u otro según las ocasiones. Era una operación a largo plazo, naturalmente: los observadores situados a cientos de miles de milenios–luz tardarían cientos de miles de milenios en percibir lo que yo hacía ahora, y yo tardaría otros cientos de miles de milenios en leer sus reacciones. Pero éste era un retardo inevitable; había además otro inconveniente que no había previsto: ¿qué debía hacer cuando notaba que había levantado el cartel equivocado? Por ejemplo, en cierto momento estaba seguro de que iba a realizar algo que me daría dignidad y prestigio; me apresuraba a enarbolar el cartel con el índice apuntándome a mí, y justo en aquel momentó me metía en un berenjenal, cometía una gaffe imperdonable, una manifestación de miseria humana como para hundirse bajo tierra de vergüenza. Pero la partida estaba jugada: aquella imagen con su buen cartel indicador apuntando allí navegaba por el espacio, nadie podía detenerla ya, devoraba los años–luz, se propagaba por las galaxias, suscitaba en los millones de siglos venideros comentarios y risas y fruncimientos de nariz, que desde el fondo de los milenios volverían a mí y me obligarían a justificaciones todavía más torpes, a desmañadas tentativas de rectificación... Otro día, en cambio, debía enfrentarme a una situación desagradable, uno de esos azares de la vida por los que estamos obligados a pasar sabiendo ya que, cualquier giro que tomen, no hay modo de salir bien parado. Me escudé en el cartel con el pulgar señalando hacia el lado opuesto, y seguí. Inesperadamente, en aquella situación tan delicada y espinosa di pruebas de una prontitud de espíritu, un equilibrio, un donaire, una resolución en las decisiones que nadie –y mucho menos yo mismo– habría sospechado jamás en mí: prodigué de improviso una reserva de dones que presuponen la larga maduración de un carácter; y entretanto el cartel distraía las miradas de los observadores haciéndolas converger en un vaso de peonías que había al lado. Casos como éstos, que al principio consideraba sólo como excepciones y frutos de la inexperiencia, me sucedían cada vez con mayor frecuencia. Demasiado tarde comprendía que hubiera debido señalar lo que no quería hacer ver, y esconder lo que había señalado: no había manera de llegar antes que la imagen y advertir que no se debía tomar en cuenta el cartel. Probé hacerme un tercer cartel con la inscripción: NO VALE para levantarlo cuando quería desmentir el cartel anterior, pero en cada galaxia esta imagen sería vista sólo después de la que hubiera debido corregir, y el mal ya estaba hecho y no podía sino añadir una figura ridícula más para neutralizar la cual un nuevo cartel EL NO VALE NO VALE sería igualmente inútil. Seguía viviendo a la espera del momento remoto en que desde las galaxias llegarían comentarios a los nuevos episodios cargados para mí de incomodidad y desazón, y yo podría contraatacar lanzándoles mis mensajes de respuesta, que ya estudiaba, graduados según los casos. Entretanto las galaxias con las cuales estaba más comprometido giraban ya atravesando el umbral de los miles de millones de años–luz, a tal velocidad que, para alcanzarlas, mis mensajes tendrían que afanarse a través del espacio aferrándose a su aceleración de fuga: una por una desaparecerían entonces del último horizonte de los diez mil millones de años–luz más allá del cual ningún objeto visible puede ser visto, y se llevarían consigo un juicio en adelante irrevocable. 

Y pensando en ese juicio que ya no podría cambiar tuve de pronto como un sentimiento de alivio, como si el sosiego sólo pudiera venirme cuando a aquel arbitrario registro de malentendidos no hubiera nada que añadir ni que quitar, y me parecía que las galaxias que iban reduciéndose a la última cola del rayo luminoso salido fuera de la esfera de la oscuridad llevaban consigo la única verdad posible sobre mí mismo, y no veía la hora en que siguieran todas una por una este camino. 


* Historia publicada en Las Cosmicómicas, colección de doce cuentos escritos por Italo Calvino entre 1963 y 1964, publicados mayormente en los periódicos Il caffè e Il giorno y luego editadas como colección en 1965 por Einaudi.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El arenque ahumado de Charles Cros

Había un gran muro blanco - desnudo, desnudo, desnudo,
Contra el muro una escaleta - alta, alta, alta,
Y en el suelo un arenque ahumado - seco, seco, seco.

Él llega, llevando en las manos - sucias, sucias, sucias,
Un martillo pesado, un gran clavo - puntiagudo, puntiagudo, puntiagudo,
Un ovillo de bramante, - grueso, grueso, grueso.

Entonces sube la escalera - alta, alta, alta,
Y clava el clavo puntiagudo - pam pam, pam pam, pam pam,
En lo alto del gran muro - desnudo, desnudo, desnudo.


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Suelta el martillo - que cae, que cae, que cae,
Ata al clavo el bramante - largo, largo, largo,
Y, en la punta, el arenque ahumado - seco, seco, seco.

Baja de la escalera - alta, alta, alta,
Se la lleva con el martillo - pesado, pesado, pesado,
Y luego, se va a otra parte - lejos, lejos, lejos.

Y, después, el arenque ahumado - seco, seco, seco,
En la punta del bramante - largo, largo, largo,
Muy lentamente se balancea - siempre, siempre, siempre.

He escrito esta historia - simple, simple, simple,
Para enfurecer a las personas - serias, serias, serias.
Y divertir a los niños - pequeños, pequeños, pequeños.

Le Coffret de Santal

lunes, 18 de noviembre de 2013

La forma del espacio de Italo Calvino

Las ecuaciones del campo gravitacional que ponen en relación la curvatura del espacio con la distribución de la materia empiezan ya a formar parte del sentido común.

Caer en el vacío, como caía yo, ninguno de ustedes sabe lo que quiere decir. Para ustedes caer es tirase quizá desde el piso veinte de un rascacielos, o desde un avión que se avería en vuelo; precipitarse cabeza abajo, manotear un poco en el aire, y la tierra está de pronto ahí, y uno se da un gran porrazo. Yo les hablo en cambio de cuando no había debajo tierra alguna ni nada sólido, ni siquiera un cuerpo celeste en lontananza capaz de atraerte a su órbita. Se caía así, indefinidamente, durante un tiempo indefinido. Bajaba en el vacío hasta el extremo límite a cuyo fondo es pensable que se pueda bajar, y una vez allí veía que aquel extremo límite debía estar mucho, pero mucho más abajo, lejísimos, y seguía cayendo para alcanzarlo. No habiendo puntos de referencia, no tenía idea si ni caída era precipitada o lenta. Ahora que lo pienso, no tenía pruebas siquiera de que estuviera cayendo realmente: quizá había permanecido siempre inmóvil en el mismo sitio, o me movía en sentido ascendente; como no había ni un arriba ni un abajo, éstas eran sólo cuestiones nominales y daba lo mismo seguir pensando que caía, como era natural pensarlo.

Admitiendo pues que cayéramos, caíamos todos con la misma velocidad y aceleración; en realidad estábamos siempre más o menos a la misma altura, yo, Ursula H´x, el Teniente Fenimore. No le quitaba los ojos de encima a Ursula H´x porque era muy hermosa de ver, y tenía en el caer una actitud suelta y laxa; esperaba atinar alguna vez a interceptar su mirada, pero Ursula H´x mientras caía estaba siempre ocupada en limarse y lustrarse la uñas o en pasarse el peine por el pelo largo y lacio, y no volvía jamás los ojos hacia mí. Hacia el Tenienta Fenimore tampoco, debo decirlo, aunque hiciera de todo para atraer su atención.

Una vez lo sorprendí –creía que yo no lo veía- haciendo señas a Ursula H´x: primero golpeaba los dos índices extendidos uno contra el otro, después hacía un gesto de rotación con una mano, después señalaba hacia abajo. En una palabra, parecía aludir a un entendimiento con ella, a una cita para más tarde, en una localidad cualquiera de abajo donde se encontrarían. Todas patrañas, yo lo sabía perfectamente: no había encuentros posibles entre nosotros, porque nuestras caídas eran paralelas y entre nosotros se mantenía siempre la misma distancia. Pero que al Teniente Fenimore se le metiese en la cabeza una idea de este tipo –y tratara de metérsela en la cabeza a Ursula H´x- bastaba para atacarme los nervios, a pesar de que ella no le hiciera caso, e incluso emitiera con los labios un leve trompeteo dirigiéndose –creo que no cabían dudas- justamente a él. (Ursula H´x caía rodando sobre sí misma con movimientos perezosos como si se arrebujara en su cama y era difícil saber si un gesto se dirigía a uno y no a otro, o si estaba jugueteando por su cuenta, como de costumbre.)

También yo, naturalmente, no soñaba más que con encontrar a Ursula H´x, pero como en mi caída seguía una recta absolutamente paralela a la de ella, me parecía fuera de lugar manifestar un deseo irrealizable. Desde luego, si se quería ser optimista, quedaba siempre la posibilidad de que, siguiendo nuestras dos paralelas hasta el infinito, llegara el momento en que se tocasen. Esta eventualidad bastaba para darme unas esperanzas, más aún, para mantenerme en una continua excitación. Les diré que un encuentro de nuestras paralelas yo lo había soñado tanto, en todos sus detalles, que formaban parte ya de mi experiencia como si los hubiera vivido. Todo sucedería de un momento a otro, con sencillez y naturalidad: después de tanto andar separados sin poder acercarnos un palmo, después de haberla sentido extraña, prisionera de su trayecto paralelo, la consistencia del espacio, que siempre había sido impalpable, se volvería más tensa y al mismo tiempo más blanda, un espesarse del vacío que parecería venir no de afuera sino de dentro de nosotros, y nos apretaría a Ursula H´x y a mí (me bastaba cerrar los ojos para verla adelantarse, en una actitud que sabía suya aunque fuera distinta de todas las actitudes que le eran habituales: los brazos extendidos hacia abajo, pegados a las caderas, torciendo las muñecas como si se estirara y al mismo tiempo intentara un forcejeo que era también una manera casi serpentina de echarse hacia adelante), y entonces la línea invisible que recorría yo y la que ella recorría se convertían en una sola línea, ocupada por una mezcolanza de ella y de mí donde todo lo que en ella era suave y secreto era penetrado, más aún, envolvía y casi diría sorbía todo lo que en mí con más tensión había llegado hasta allí, padeciendo por estar solo, separado y seco.

Sucede con los sueños más hermosos que se transforman de pronto en pesadillas, y así se me ocurría entonces que el punto de encuentro de nuestras dos paralelas podía ser aquel en el que se encuentran todas las paralelas existentes en el espacio, y entonces no hubiera marcado el encuentro mío y de Ursula H´x solamente, sino también –¡perspectiva execrable!- del Teniente Fenimore. En el mismo momento en que Ursula H´x dejara de serme extraña, un extraño con sus finos bigotitos negros compartiría nuestra intimidad de modo inextricable; este pensamiento bastaba para lanzarme en las más desgarradoras alucinaciones de los celos: oía el grito que nuestro encuentro –de ella y mío- nos arrancaba, fundirse en un unísono espasmódicamente gozoso y entonces -¡me petrificaba el presentimiento!- de él se desprendía lancinante el grito de Ursula H´x violada –así lo imaginaba en mi rencorosa parcialidad- por la espalda, y al mismo tiempo el grito de vulgar triunfo del Teniente, pero quizá –y aquí mis celos llegaban al delirio- esos gritos –de ella y de él- podían también no ser tan distintos y disonantes, podían alcanzar también un unísono, sumarse en un único grito de verdadero placer, distinguiéndose del grito incontenible que irrumpiría de mis labios.

En este alternarse de esperanzas y aprensiones continuaba mi caída, pero sin dejar de escrutar en la profundidad del espacio algo que anunciase un cambio actual o futuro de nuestra condición. Un par de veces logré divisar un universo, pero estaba lejos y se veía pequeño pequeño, muy hacia la derecha o hacia la izquierda; apenas me daba tiempo de distinguir algunas galaxias como puntitos lucientes reagrupados en montones superpuestos que giraban con un débil zumbido, y todo se disipaba ya como había aparecido, hacia arriba o al costado, como para dudar de que hubiera sido un deslumbramiento de la vista.

-¡Allá! ¡Mira! ¡Allá hay un universo! ¡Mira allá! ¡Allá hay algo! –gritaba yo a Ursula H´x señalándole en aquella dirección, pero ella, con la lengua apretada entre los dientes, estaba muy ocupada en acariciarse la piel lisa y tersa de las piernas en busca de rarísimos y casi invisibles pelos superfluos para arrancarlos con un tirón seco de la uñas como pinzas, y la única señal de que hubiera entendido mi llamada podía ser la forma en que extendía una pierna hacia arriba, como para aprovechar –se hubiera dicho- para su metódica inspección la poca luz que reverberase en aquel lejano firmamento.

Inútil decir cuánto desdén demostraba el Teniente Fenimore por lo que yo podía haber descubierto: se encogió de hombros –haciendo saltar las charreteras, la bandolera y las condecoraciones con las que inútilmente se enjaezaba- y se volvía en dirección opuesta con una risita burlona. Salvo que fuera él (cuando estaba seguro de que yo miraba en otra dirección) quien para despertar la curiosidad de Ursula (y entonces me tocaba el turno de reír al ver que ella, por toda respuesta, giraba sobre sí misma en una especie de cabriola dándole el trasero, movimiento indudablemente poco respetuoso pero bello de ver, tanto que después de haberme alegrado como si fuera una humillación para mi rival, me sorprendía envidiándolo como si fuera un privilegio) señalaba un débil punto que huía en el espacio voceando:

- ¡Allá! ¡Allá! ¡Un universo! ¡Así de grande! ¡Lo ví! ¡Es un universo!

No digo que mintiera: afirmaciones de esa índole, por lo que sé, podrían ser tanto verdaderas como falsas. Que cada tanto pasáramos a la vera de un universo, estaba probado (o bien que un universo pasara a la vera de nosotros), pero no se sabía si había muchos universos diseminados en el espacio o si siempre seguíamos cruzándonos con el mismo universo girando en una misteriosa trayectoria, o si en cambio no había ningún universo y aquel que creíamos ver era el espejismo de un universo que quizá hubiera existido alguna vez y cuya imagen continuaba rebotando en las paredes del espacio como el retumbo de un eco. Pero podía se también que los universos siempre hubieran estado allí, tupicados a nuestro alrededor, y ni que soñaran en moverse, y nosotros tampoco nos moviéramos, y todo estuviera quieto para siempre, sin tiempo, en una oscuridad punteada de rápidos centelleos cuando algo o alguien lograba por un momento despegarse de aquella tórpida ausencia de tiempo e insinuar la apariencia de un movimiento.

Todas hipótesis igualmente dignas de ser tenidas en cuenta y de las que me interesaba solamente lo que se relacionaba con nuestra caída y con lograr o no tocar a Ursula H´x. En una palabra, nadie sabía nada. Y entonces ¿por qué el presuntuoso de Fenimore adoptaba a veces un aire de superioridad, como quien está seguro de sí mismo? Se había dado cuenta de que cuando quería hacerme rabiar el sistema más seguro era fingir que tenía con Ursula H´x una familiaridad de larga data. En ciertos momentos Ursula bajaba balanceándose, las rodillas juntas, desplazando el peso del cuerpo hacia aquí o hacia allá, como ondulando en un zig-zag cada vez más amplio: todo para engañar el aburrimiento de aquella interminable caída. Y entonces el Teniente también se ponía a ondular, tratando de conseguir el mismo ritmo que ella, como si siguiera la misma pista invisible, más , como si bailara al son de la misma música audible únicamente para ellos dos, que él fingía directamente silbotear, y poniendo, sólo él, una especie de segunda intención, como si yo no lo supiera, pero bastaba para meterme en la cabeza la idea de que un encuentro entre Ursula H´x y el Teniente Fenimore podía haber ocurrido ya, quién sabe cuánto tiempo antes, en el origen de sus trayectorias, y esta idea me producía una comezón dolorosa, como una injusticia cometida a mis expensas. Pero pensándolo bien, si Ursula y el Teniente habían ocupado en un tiempo el mismo punto del espacio, era señal de que las respectivas líneas de caída se habían ido alejando y probablemente seguían alejándose. Ahora bien, en este lento pero continuo alejamiento del Teniente, nada más fácil que Ursula se acercase a mí; por lo tanto, el Teniente no tenía mayormente por qué enorgullecerse de sus pasadas intimidades: el futuro me sonreía a mí.

Arte: Hideaki Kawashima 
(http://www.rexolucionvectorial.com/arte/hideaki-kawashima/)



El razonamiento que me llevaba a esta conclusión no bastaba para tranquilizarme íntimamente: la eventualidad de que Ursula H´x hubiera encontrado ya al Teniente era de por sí un daño que de haberme sido hecho no podía ser rescatado. Debo añadir que pasado y futuro eran para mí términos vagos, entre los cuales no conseguía establecer una distinción: mi memoria no iba más allá del interminable presente de nuestra caída paralela, y lo que hubiera podido ser antes, como no era posible recordarlo, pertenecía al mismo mundo imaginario del futuro y con el futuro se confundía. Así yo podía incluso suponer que si alguna vez habían partido de un mismo punto dos paralelas, éstas fueran las líneas que seguíamos Ursula H´x y yo (en este caso la nostalgia de una identidad perdida era la que alimentaba mi ansioso deseo de encontrarla); pero a esta hipótesis me resistía a darle crédito, porque podía implicar un alejamiento progresivo de nosotros y quizá un arribo de ella a los brazos galonados del Teniente Fenimore, pero sobre todo porque no sabía salir del presente sino para imaginarme un presente distinto, y todo el resto no contaba.

Quizá era éste el secreto: identificarse tanto con el propio estado de caída como para llegar a comprender que la línea seguida al caer no era la que parecía sino otra, o sea llegar a cambiar aquella línea de la única manera en que se podía cambiarla, es decir, haciéndola llegar a ser lo que realmente había sido siempre. Pero esta idea no se me ocurrió concentrándome en mí mismo, sino observando con ojos enamorados lo bella que era Ursula H´x también vista de atrás, y comprobando, en el momento en que pasábamos a la vista de un lejanísimo sistema de constelaciones, un enarcarse de la espalda y una especie de sacudida del trasero, pero no tanto del trasero en sí como cierta manera que tenía lo exterior de restregarse contra el trasero y de provocar una reacción nada antipática de parte del trasero mismo. Bastó esta fugaz impresión para hacerme ver la situación de una manera nueva: si era cierto que el espacio con algo adentro es distinto del espacio vacío porque la materia provoca en él una curvatura o tensión que obliga a todas las líneas en él contenidas a tenderse o curvarse, entonces la línea que cada uno de nosotros seguía era una recta de la única manera en que una recta puede ser recta, esto es, deformándose tanto como la límpida armonía del vacío general es deformada por el estorbo de la materia, o sea enroscándose todo alrededor de ese ñoqui o puerro o excrecencia que es el universo en medio del espacio.

Mi punto de referencia era siempre Ursula y en realidad cierto andar suyo como rodando podía hacer más familiar la idea de que nuestra caída fuera un atornillarse y desatornillarse en una especie de espiral que por momentos se estrechaba y por momentos se ensanchaba. Pero esas desbandadas de Ursula se producían –si se miraba bien- a veces en un sentido a veces en otro, de modo que el diseño que trazábamos era más complicado. El universo era pues convidado no como una hinchazón grosera plantada allí como un nabo, sino como una figura espigada y puntiaguda en la que a cada entrada o sapiencia o faceta correspondían cavidades y protuberancias y denticulados del espacio y de las líneas recorridas por nosotros. Pero ésta era también una imagen esquemática, como si tuviéramos que habérnoslas con un sólido de paredes lisas, una compenetración de poliedros, un agregado de cristales; en realidad el espacio en el que nos movíamos estaba todo almenado y perforado, con agujas y pináculos que irradiaban de todas partes, con cúpulas y balaustres y peristilos, con ajimeces y triforios y rosetones, y mientras creíamos desplomarnos en línea recta en realidad nos deslizábamos por el borde de molduras y frisos invisibles, como hormigas que para atravesar una ciudad siguen recorridos trazados no sobre el pavimento de las calles sino a lo largo de las paredes y los cielos rasos y las cornisas y las lámparas. Pero decir ciudad equivale a tener en la mente figuras de algún modo regulares, con ángulos rectos y proporciones simétricas, cuando por el contrario debemos tener siempre presente cómo se recorta el espacio en torno a cada cerezo y a cada hoja de cada rama que se mueve al viento, y a cada dentelladura del borde de cada hoja, y también como se modela sobre cada nervadura de hoja, y sobre la red de vetas en el interior de la hoja cuyos entrecruzamientos traspasan a cada momento las flechas de la luz, todo estampado en negativo en la pasta del vacío, de modo que no hay nada que no deje su huella, toda huella posible de toda cosa posible, y al mismo tiempo toda transformación de las huellas instante por instante, de modo que el forúnculo que crece en la nariz de un califa o la pompa de jabón que se posa en el pecho de una lavandera cambian la forma general del espacio en todas sus dimensiones,

Me bastó comprender que el espacio estaba conformado de esta manera para darme cuenta de que en él se embolsaban unas cavidades suaves y acogedoras como hamacas en las que yo podía encontrarme unido a Ursula H´x y mecerme con ella mordisqueándonos mutuamente todo el cuerpo. Las propiedades del espacio eran en realidad tales que una paralela tomaba por un lado y otra por el otro, yo por ejemplo me precipitaba en una caverna tortuosa mientras Ursula H´x era sorbida por una galería que comunicaba con dicha caverna de modo que nos encontrábamos rodando juntos sobre una alfombra de algas en una especie de isla subespacial trenzándonos en todas las posturas y vuelcos, hasta que de pronto nuestras dos rectas recuperaban su distancia siempre igual y proseguían cada una por su cuenta como si nada hubiera sucedido.

La textura del espacio era porosa y quebrada, con grietas y dunas. Prestando mucha atención, podía saber cuando el recorrido del Teniente Fenimore pasaba por el fondo de un cañón estrecho y tortuoso; entonces me apostaba en lo alto de un acantilado y en el momento justo me le echaba encima, tratando de golpearlo con todo mi peso en las vértebras cervicales. El fondo de estos precipicios del vacío era pedregoso como el fondo de un torrente seco, y entre dos punzones de roca que afloraban en Teniente Fenimore derribado quedaba con la cabeza encajada y yo le metía una rodilla en el estómago, pero él entre tanto me aplastaba las falanges contra las espinas de un cacto -¿o el dorso de un puercoespín?- (espinas de todos modos de las que corresponden a ciertas agudas contracciones del espacio) para que no consiguiera apoderarme de la pistola que le había hecho caer de un puntapié. No sé cómo me encontré un instante después con la cabeza metida en la granulosidad sofocante de los estratos en los que el espacio cede desmoronándose como arena; escupí, aturdido y ciego; Fenimore había conseguido recobrar su pistola; una bala me silbó al oído, desviada por una proliferación del vacío que se elevaba en forma de termitera. Y ya me le había ido encima echándole las manos a la garganta para destrozarlo, pero mis manos golpearon una contra otra en un “¡paf!”: nuestros caminos habían vuelto a ser paralelos, y el Teniente Fenimore y yo bajábamos manteniendo nuestras consabidas distancias y dándonos ostensiblemente la espalda como dos que fingen no haberse visto ni conocido jamás.

Las que podían considerarse, pues, líneas rectas unidimensionales eran similares en sus efectos a renglones de escritura cursiva trazados en una página blanca por una pluma que desplaza palabras y fragmentos de frases de un renglón a otro con inserciones y remisiones en su prisa por terminar una exposición que avanza a través de aproximaciones sucesivas y siempre insatisfactorias, y así nos seguíamos, el Teniente Fenimore y yo, escondiéndonos detrás de la “l”, sobre todo de las “l” de la palabra “paralelas”, para disipar y protegernos de las balas y fingirnos muertos y esperar a que pase Fenimore para hacerle una zancadilla y arrastrarlo por los pies haciéndole golpear con el mentón en el fondo de la “v” y de las “u” y de las “m y de las “n” que escritas en cursiva, todas iguales, se convierten en una sucesión de tumbos por los hoyos del pavimento, por ejemplo en la expresión “universo unidimensional” dejándolo tendido en un punto todo hollado de tachaduras y de allí alzarme embadurnado de tinta agrumada y correr hacia Ursula H´x que querría hacerse la pícara deslizándose dentro de los nudos de la “f” que se afina hasta volverse filiarme, pero yo la tomo por el pelo y la doblo contra una “d” o una “t”, así como las escribo ahora aprisa, tan inclinadas que es posible tenderse encima, después cavamos abajo un nicho en la “j”, en la “j” de abajo, una guarida subterránea que se puede adaptar a gusto a nuestras dimensiones o hace más recogida y casi invisible, o bien disponer más en sentido horizontal para quedar bien acostados. Mientras naturalmente los mismos renglones y aún las sucesiones de letras y palabras pueden muy bien desenrollarse en su hilo negro y tenderse en líneas rectas continuas paralelas que no significan nada más que ellas mismas en su deslizarse continuo sin encontrase nunca, como no nos encontramos nunca en nuestra continua caída yo, Ursula H´x, el Teniente Fenimore, todos los demás.

(Cuento publicado en Las Cosmicómicas, una colección de doce cuentos escritos por Italo Calvino entre 1963 y 1964. Publicados mayormente en los periódicos Il caffè e Il giorno y luego editados como colección en 1965 por Einaudi.)

Casi un encuentro




Eduardo Lizalde

lunes, 11 de noviembre de 2013

El Pozo de Eduardo Antonio Parra

para María Elena Ayala Vda. de Caballero,
quien me habló del pozo

¿A poco le tienes miedo a lo oscuro? Muy mal, muchacho; se ve que estás acostumbrado a la ciudad. Aquí las noches son largas, a veces hasta de doce horas, y con ellas te enseñas a que lo malo es la luz, el sol, el desierto del día. Eso sí es peligroso: ciega, aturde. Te va dorando lentamente la piel, la garganta, la lengua, hasta medio matarte. Lo oscuro no, es fresco, agradable, y si te impones, puedes moverte como pez en el agua. Camina, no te me arrastres. No sé por qué te pierdes, sólo sigue la dirección de la cuerda. Yo te guío. No, no te cansas. Mírame a mí: viejo, rengo, con las piernas chuecas, pero no me pierdo ni me caigo. Tú no tienes disculpa, estás joven, con las piernas buenas. Oye eso...Parecen lobos ¿verdad? No: son coyotes. A veces se acercan al pozo. Levántate y sigue caminando. Ándale, así, así... Con la edad llega un día en que ya no necesitas la vista. Debe ser por eso que los viejos nos vamos quedando ciegos como sin sentir: hemos mirado tantas cosas que los ojos empiezan a retobar y ya no quieren ver; así es como se quejan. Y debemos dejarlos descansar, es lo mejor. Yo no haría resistencia si ahorita me los arrancaran. Ya cumplieron su última tarea: verte, reconocerte... No me crees ¿verdad? Así pienso. Estoy seguro de que la oscuridad debería ser el elemento del hombre. Sí, ya sé: tú no ves nada. No intentes ver, sólo camina. La gete de la ciudad cree que en la noche se propicia la violencia. Yo no. Yo me encuentro más sereno. El cerebro se aclara, se agudiza; como que facilita la concentración. Entonces puedo hacer cosas, pensar, realizar planes proyectados desde hace mucho tiempo. Y los recuerdos... vienen desde muy atrás para que los viva otra vez. Sí, estoy hecho para la oscuridad. No siempre lo supe, pero me di cuenta en el pozo. Si pudiera dormir mucho, dormiría todo el día. No te atrases, sígueme el paso. No me gusta sentir el tirón en la mano. Se me figura que no me vas oyendo. Si la cuerda no te guía, entonces sigue mi voz; para eso te platico. Es curioso: así como los viejos no necesitamos de los ojos, nos es imposible prescindir de la lengua. Nos volvemos más y más habladores con los años. No conozco ningún mudo de mi edad. Seguramente se mueren de desesperación por no poder contar todo lo que vieron. Además en este desierto hay muy pocos ruidos y a mi me gusta rellenar el silencio. Claro, tú no hablas... No te preocupes, no quiero oírte, sólo quiero que me escuches. De joven me gustaban los días luminosos, como a ti. Y dejaba la noche para las cosas que se hacen a oscuras: emborracharme, acostarme con mujeres; también, a veces, robar. Fuimos muy pobres. Me las ingeniaba para ir a la escuela, y además llevar unos pesos a mi casa. Padre no tuve; o más bien no lo conocí. Tú no sabes de eso. A ti tu papá te lo dio todo desde chamaco; y te dejó muy bien protegido al morir. En cambio yo viví una infancia dura. No me quejo, siempre luché para no quedarme ahí. Has de pensar que por lo visto me quedé; pero no es así. Si ando con la ropa jodida es porque no tengo mujer, y a un hombre no se le dan esas cosas de coser y lavar. Además, la pensión no alcanza para mucho. Durante años fui el único maestro del pueblo. Tú debes haberme confundido con un limosnero cuando me viste seguirte varios días; no, si hasta estudié Leyes allá en México. Y tampoco fui maestro siempre pero hay cosas que nos obligan a cambiar... Como abogado me habría muerto de hambre en un pueblo como éste. Era bastante ambicioso, y en la capital todos mis compañeros terminaban de burócratas, lambiscones de políticos. Yo quería otra cosa. En esos tiempos los abogados ya no tenían tanta oportunidad para enriquecerse como a principios del gobierno revolucionario. Menos sin palancas ni amistades. No sabía qué hacer. Ahí fue cuando un compañero que había hecho la carrera conmigo, me propuso venirnos al norte a trabajar en lo del reparto de tierras... Ya te me estás atrasando otra vez. No pienses en la sed, al rato se te quita. Si hiciera sol, entonces sabrías lo qué es tener sed. Nos falta poco para llegar. Camina. Si sigo estirándote, la reata te va a quemar la piel. ¿Sabes?, de joven no fui muy derecho. No me importaba robar, aunque no hubiera necesidad; ni traicionar la confianza de los que creyeron en mí, ni venderme, a los que tenían el dinero para poder comprarme. Eso sí, nunca maté a nadie; no tenía motivos todavía. Robar a los campesinos fue muy fácil: son ingenuos y confiados. O al menos lo eran en aquellos tiempos; ahora ya no tanto. La vida los ha maleado y ya no se dejan. Los han jodido mucho. Sólo viviendo tantos años con ellos como yo lo he hecho puede uno darse cuenta... Mi compañero y yo hicimos mucho dinero a su costa. Perdían todos los pleitos en los que los defendíamos, y nosotros nos llenábamos las manos con lo que nos daban los caciques y latifundistas. ¡Un dineral! Lo estábamos juntando para regresar a México muy ricos a poner nuestro despacho. Pero un día, al pendejo de mi compañero se le salió la hociconeada de contarlo todo en una borrachera ¡a una puta!... ¡Hijo de mala madre! Esa mujer era la hermana de uno de los campesinos a los que acabábamos de chingar. ¡Levántate! ¡Ya no me jodas con tu maldito cansancio y camina! ¡Camina o soy capaz de dejarte aquí para que te traguen los coyotes! Mira, ya se acabaron las piedras. Desde aquí empieza lo planito. Así es más fácil. Sígueme... Nos agarraron cuando ya íbamos de salida, en las afueras de la ranchería. El otro no se acordaba de lo dicho y yo no sabía nada. Me enteré porque nos lo dijeron a gritos entre trancazo y trancazo, entre mentada y mentada. Son duros los campesinos si se trata de venganza. Nos pusieron una madriza que yo creí que nos iban a matar a palos. Después nos subieron en dos burros, como si fuéramos cargas de leña, y por una media hora sólo vi piedras y yerbas entre las patas del animal. Al llegar a un clarito del monte nos bajaron y nos arrancaron la ropa. Uno de ellos, el que nos contrató para defenderlos, me hizo unos amarres extraños en los pulgares; luego siguió con mi compañero. Estaba tan atontado por los golpes que no entendía de qué se trataba, hasta que de pronto sentí cómo el piso desapareció bajo mis pies. Y cuando vi que ponían a remojar una reata comencé a saber lo que es de veras el dolor. En sus ojos no había odio. Eso es peor. El odio se sacia pronto, la venganza es rápida. Pero ellos tenían mirada serena, el espíritu en calma. Necesitaban castigarnos por asunto de justicia. No sé cuánto tiempo duró la chicotiza, cuando nos descolgaron ya era de noche. Nos amarraron medio muertos al tronco de un árbol y ellos encendieron una hoguera. No parecían dispuestos a irse. Entre desmayo y desmayo y los quejidos de mi compañero, los jirones de voz que llegaban hasta mí me hicieron comprender que aún no estaban contentos, que el castigo iba a continuar al día siguiente, nomás amaneciendo... ¿Sabes lo que es el miedo muchacho? No, qué vas a saber. Lo que sientes ahora es, si acaso, algo de temor y desconfianza. El verdadero miedo sólo te entra realmente cuando ya conociste un dolor insoportable, y tienes la certeza de que lo vas a volver a vivir. Yo lo conocí esa noche, ahí amarrado, con todo el pellejo al revés, con todo el cuerpo en carne viva; escuchando junto a mí un llanto de dolor que se mezclaba con el mío, con los gritos de mal agüero de los tecolotes y con los truenos de una tormenta que estaba por caer. Veía las estatuas inmóviles de los campesinos en cuclillas, preparándose para dormir bajo la lluvia, mientras aprovechaban la cercanía de las brasas antes de que el agua las cegara... El miedo, cuando aumenta sin término, es como la noche, como la oscuridad: llega un momento en que te aclara, te ilumina por dentro, serena tu alma y te vuelve capaz de hacer lo que no creías posible. Fue el miedo el que me alumbró: froté la cuerda contra los nudos del tronco, contra la corteza, durante mucho tiempo, horas, mientras el otro sólo se quejaba y pedía ayuda a media voz. El agua refrescaba mis heridas pero volvía más difíciles mis intentos por romper la cuerda. Cuando a pesar de todo el amarre al fin se trozó, el aguacero hacía rato que casi no dejaba ver nada. Desaté a mi compañero y con trabajos lo arrastré unos metros hasta quedar detrás de una peña. Nadie podía vernos. Entonces corrimos bajo la lluvia, corrimos como si no tuviéramos rajada la piel desde los tobillos hasta la coronilla, tropezando con piedras y matorrales, cayendo en agujeros sin pensar en las serpientes ni alimañas, levantándonos en seguida para seguir corriendo sin saber a dónde, pero sabiendo que nos alejábamos de aquel grupo de campesinos que querían vernos muertos. Corrimos hasta que paró de llover... ¡Por eso no te acepto tu cansancio! En esos años tenía más o menos tu edad, y esa noche corrí más de diez veces lo que tú y yo hemos andado hasta ahora. Ya mero llegamos, no te quejes. Mientras te sigo platicando... El sol nos encontró sangrantes, desnudos, muertos de fatiga, sin apenas darnos cuenta de que estábamos en el deserto. El otro era de acá, del norte, y dijo que si caminábamos hacia el poniente llegaríamos a una región conocida. Todavía faltaba mucho dolor... ¿Sabes lo que hace el sol con la llagas? Las abre como cáscaras de mango podrido, las reseca por fuera y las descompone por dentro, entonces la comezón se convierte en un tormento peor que los chicotazos. Y la arena es como cal viva en las heridas, muchacho. Para colmo, los pocos pedazos de piel sana restante, comienzan a tatemarse. ¡No sabes con qué ansias deseaba que se hiciera de noche! Ese día aborrecí el sol como a nadie. Después de caernos y levantarnos mil veces, preferimos quedarnos en el suelo dispuestos a morir, hartos de todo, del dolor, del hambre, de la sed, del miedo; hartos de la misma vida, que es lo que más pesa en esos momentos. Y ahí tirado, cubriéndome la cara con un chaparro, decidí matar al otro. ¡Él tenía la culpa de todo! Por primera vez en mi vida tuve un impulso asesino, y no pude reunir fuerzas para levantarme. Me desmayé mientras sentía cómo el sol devoraba las últimas gotas de líquido que aún quedaban en mi sangre. ¿Has estado a punto de morir? No se siente nada, sólo alivio, descanso. Te dejas llevar con la esperanza de no volver. Pero volví: me despertó el aullido de un coyote. Aunque estaba oscuro, a lo lejos descubrí la sombra de un hombre caminando trabajosamente. Me levanté como sonámbulo y caminé tras él un rato, a distancia, hasta que lo reconocí. ¡Me iba a dejar ahí el maldito! Hice lo posible por alcanzarlo y oí que decía: "Agua. Por aquí hay agua. Donde hay coyotes hay agua cerca". Y lo seguí. ¿Tienes sed? ¡Y eso que es de noche, muchacho! ¡Aquella noche sí supe lo que es la sed! Y todavía caminamos mucho, hasta que el otro me hizo una seña. ¡Era un pozo! No tenía noria, sólo unos adobes sosteniendo un palo atravesado. No sé de dónde saqué energías pero corrí hasta él. Me recibió una pestilencia insoportable, una mezcla de agua podrida y animales muertos. Comencé a llorar de desesperación a la orilla de ese pozo infecto, rogándole a Dios que ya me matara de una vez por todas. Mi compañero tosía tras de mí, conteniendo las ganas de vomitar el aire que le llenaba el estómago. Ya iba a retirarme cuando sentí el empujón. No grité. La sensación de vértigo se mezclaba con el cansancio de días para hacer la caída larga, casi sin término. Abajo me esperaba un golpe terrible, un choque, como si me estrellara contra un campo de piedras, pero la frialdad del agua viscosa me impidió volver a desmayarme. Entonces en la boca del pozo, la luz de la luna delineó la figura del otro. Se asomó un momento y luego desapareció. Yo no podía gritar, no podía hablar, el trancazo me entumió el cuerpo y el cerebro. Poco a poco reconocí sobre lo que había caído: eran ramas de árbol, huesos, y hasta pedazos de animal a medio descomponer. La peste, al principio insoportable, fue disminuyendo conforme me acostumbraba a ella. Al cabo de un rato pude beber  de esa agua densa, que por la desesperación ya no encontré tan nauseabunda. ¡Hasta comí parte de la carne de un animal que llevaba muchos días de muerto! Me fui imponiendo también a los dolores, algunos sin saber por qué los tenía. Después lo supe: del golpe me rompí una pierna, me partí la nariz y me hice un tajo que me desgració la cara. Me quedó esta marca que me atraviesa del ojo a la boca, y que tanto asco te causaba cuando me veías en el puente. NO creas, a mi tampoco me gusta verla, por eso no tengo espejos en mi casa. Lo que me gusta es pasarle los dedos: se siente lisita, lisita, como si me hubieran pulido la piel con lija fina. Y aquí, cerca del labio, alcanzo a tocarla con la lengua, paso horas lamiéndola, y me gusta tanto entonces que hasta se me figura un adorno y me enorgullezco de ella. Luego pienso en cómo se ve y la pellizco tratando de arrancármela con furia... Es inútil, sigue ahí como un mal recuerdo... A veces se veía luz afuera, y cuando volteaba de nuevo ya se veían las estrellas. En ocasiones se oían ruidos cerca y alcanzaba a pegar unos cuantos gritos hasta que veía a algún coyote asomando la cabeza sin atreverse a saltar. Una vez llovió, de esas tormentas tan raras de por acá, y entró tanta lluvia en el pozo que creí ahogarme. Pero tomé toda el agua limpia que pude, y me comí todas las hierbas secas y verdes que me cayeron encima. Un día, cuando ya había perdido las esperanzas y me resignaba con la idea de morir ahí, escuché golpes afuera. Luego asomó la cabeza de un burro que se retiró de inmediato por el hedor. Entonces por instinto grité casi sin fuerzas: "¡Auxilio! ¡Ayúdenme por favor!" Una cabeza, que al principio vi gigantesca, hizo su aparición. Sólo cuando se quitó el sombrero redondo se redujo a su tamaño normal, y la voz de un hombre viejo preguntó: "¿Hay alguien?" "Sáqueme, por favor." "¿Quién es?" "Por favor..." Se tardó unos minutos que a mi se me figuraron los últimos de mi vida, eternos. Amarró un lazo al burro y me arrojó el otro extremo. "Amárrese", dijo, y al ir subiendo me atacaron todos los dolores que había olvidado: mis heridas, las de la chicotiza, las de la caída, se habían infectado y apestaban como si ya me hubiera muerto; tenía la piel tan blanda que el lazo me abrió nuevas llagas como heridas de cuchillo; en la cintura y las piernas el agua me ablandó hasta los huesos, sin contar con que una de ellas estaba rota en tres partes. Por eso estoy rengo, por eso estoy tan desfigurado, por eso nadie quiso casarse conmigo y no tengo un hijo como tú que me sostenga la vejez. Pero no te creas muchacho, no es para amargarse. En el pozo aprendí muchas cosas, sobre todo la paciencia. ¿Sabes lo que es ser el único habitante del mundo durante más de diez días? Tienes todo el tiempo que quieras para conocerte, para odiarte, para controlarte, y, finalmente, aceptarte. Te tomas cariño, ternura, te das lástima. Después lo comprobé, fueron doce días los que estuve dentro; en esa oscuridad bendita que aprendí a apreciar, cubierto por esas paredes heladas y viscosas, erguidas cuatro metros sobre mí para protegerme del sol. No miento si aseguro que también tuve ratos felices, momentos interminables de paz. Y sólo me acordaba del mundo de los hombres para odiar: odié a los caciques por comprarme, a los campesinos por su justicia despiadada y fría, al desierto, a la arena y al sol; pero sobre todo, odié al traidor que me arrojó a ese pozo para que me pudriera junto con los animales muertos, mientras él disfrutaba del dinero estafado a los agraristas. Sí, muchacho, no fue difícil adivinarlo. En los primeros lapsos de lucidez se me aclaró todo: él había vivido en la región, sabía que un poco más allá empezaban las casas, el agua no estaba lejos. La gente de por acá lo conocía, respetaban a su padre. Lo revivieron, le dieron de comer y de beber, lo mandaron a un hospital del otro lado a curarse, y pronto estuvo bueno para ir a la capital a reportar mi muerte y quedarse con el dinero. Mientras yo me revolvía para no morirme en casa del arriero... ¡Camina! Mira, es ahí, detrás de esa lomita. Ya sólo nos faltan unos pasos. ¡No te me quedes ahora después de haber andado todo el camino! La mujer del arriero era curandera, pero como su marido le entregó casi un cadáver tardó más de un año en curarme. Luego dicen que enloquecí. Y es que el día me había dado miedo al principio. No aguantaba la luz y sólo salía por las noches. Poco a poco fui aprendiendo a soportarlo... Por todos lados me seguían los chamacos, se burlaban y me señalaban con el dedo: "¡Miren al loco!" "¡Ahí va el loco!" Cabrones, después supieron que sabía leer y escribir y me empezaron a respetar. Hasta se olvidaron de mi cuerpo deforme. Entonces vinieron unos importantes del pueblo a ofrecerme la escuela y me hice maestro. ¿Sabes lo qué es un maestro en un pueblo muerto de hambre? Ganas poco, pero todo el mundo te respeta; en las fiestas tienes un lugar de honor junto al jefe político y al sacerdote; puedes escoger casa. Yo he vivido siempre en ese jacalito, en la afueras. Es fresco; sobre todo muy oscuro. Ahí pasé los últimos cuarenta años, solo, pensativo, como si todavía siguiera en el pozo; resintiendo la ausencia de mujer, de hijos, odiando y esperando al traidor porque estaba seguro que algún día iba a volver. Ahí, frente a la plaza, seguía en pie la casa de su padre, abandonada pero maciza, firme, a la espera del regreso de su dueño. ¡Levántate! ¡No puedo arrastrarte! May, sólo unos pasos más... Pasaban los años y al pueblo llegaban muy pocas noticias; rumores, mejor dicho: que el otro era un abogado importante en la ciudad de México, que un empresario muy rico, que puras mujeres hermosas, que por fin se casaba, que ya tenía un heredero.... Y yo aquí en este rincón del desierto, rumiando una venganza cada vez menos probable mientras enfermaba de envidia a cada rumor nuevo. Más tarde supe que había muerto, y también yo sentí morir. Pero era demasiado el odio y mucha la envidia como para desperdiciarlos. Y continué la espera... Mira, ahí está el pozo, ¡igualito!, sin noria, con los mismos adobes, solitario... Si antes nadie pasaba por aquí, ahora menos: en cuarenta años el desierto se ha ido ensanchando. ¿No sientes la pestilencia? ¡Que te levantes! ¿Ya entiendes, verdad muchacho? ¡Cómo pesas! Dicen que es malo tenerle odio o envidia a los muertos. Por eso no me quedó más remedio que perdonarlo. Y dirigí mi odio a otro que sí vendría... Ahora sí se te ve el verdadero miedo, muchacho. No te preocupes nunca he matado a nadie... Fueron muchos años, pero valió la pena esperar. No te arrastres de nada sirve. Ya sé que tú no tuviste ninguna culpa. Pensándolo bien: tampoco yo la tenía. Además, si tienes suerte, el día menos pensado cualquier arriero escucha tus gritos...







Parra, Eduardo Antonio. Los límites de la noche. 2a edición. México: Era, 2001.