¿Y si no abro los ojos? No sé cuántas horas dormí, con sueños extraños, de gente disfrazada diciendo parlamentos como en un teatro. Luego el sueño acabó. Durante un tiempo oí el piar de los pájaros en medio de la oscuridad, luego sentí a Adela levantarse, la cama dejó de estar hundida de su lado, yo me sentí ligero, muy ligero, y sin el calor de Adela las sábanas se refrescaron poco a poco. Sólo sentía la oscuridad, el olor del café que llegaba hasta aquí desde la cocina, y el rumor de Adela lavando platos, moviendo muebles, caminando por la casa con sus pantuflas que producen una especie de silbido al arrastrarse por el suelo. Después desperté. Pero no quiero abrir los ojos, aun cuando siento en los párpados la claridad del día, una claridad de color rojo, con luces y manchas amarillas. Quisiera que el sueño me ganara otra vez, volver a hundirme en él, pero es imposible; una vez despierto, yo vivo despierto y abro los ojos. Sin embargo esta mañana parece que yo no soy yo.
¿Y si llega Adela a despertarme y no abro los ojos? Sé que pronto sonará el despertador y como siempre Adela volverá de la cocina y sentiré las pantuflas acercarse y luego el bulto de su cuerpo junto a mí, caliente, y su mano que me acariciará el pelo y me dirá Rubén, ya despiértate, ya sonaron las siete y media. Pero yo me aferraré a mi respiración y sólo querré que a través de los párpados no se vea más que oscuro, oscuro, y el nerviosismo me hará sonreír, pero me controlaré lo mejor que pueda, y además es fácil no abrir los ojos, los párpados pesan naturalmente, se resisten. Y Adela insiste Rubén, Rubén, que llegas tarde, luego no te da tiempo de desayunar. Yo ya estoy ahí, en ese momento, ya lo hice, no he abierto los ojos y temo que Adela se enfurecería si supiera que esto es una comedia. ¿Por qué haces una comedia?, preguntaría, ¿qué ya no me quieres?, ¿crees que soy tu mamá?, ¿por qué juegas? Y no podría explicarle que no es un juego, sino algo que debo hacer, o quizá algo que no quiero hacer. Mientras Adela me sacude, grita Rubén, Rubén, sé que duda un momento, como si sospechara que hago como los niños, pero nunca me he comportado como un niño ante ella, de modo que decide insistir, y aun así yo no abro los ojos. Su mano me toca, siente mi corazón, acerca su boca a mi boca para ver si respiro, está preocupada. Y yo quisiera decirle que no se asuste, que sólo estoy con los ojos cerrados, pero quizá sería peor, me preguntaría ¿por qué me haces esto? Y me acusaría de crueldad. Tiene razón, es cruel lo que estoy haciendo, y lo sé mientras ella me sacude violentamente, tan preocupada está que no se le ocurre hacerme cosquillas, quizá con eso echaría a reír y todo esto se acabaría.
Las pantuflas de deslizan afuera de la habitación con rapidez. A lo lejos ella marca el teléfono. Yo siento otra vez el frescor de estar solo en la cama de día, como cuando era pequeño y me quedaba en la cama enfermo, el ruido de los autos que pasan, ruidos del día que comienza, los niños del edificio salen a la escuela, las madres los apuran, calientan los motores de los autos, el cartero toca su silbato y el portero comienza a barrer la acera y a regar la bugambilia que adorna el edificio. Yo no he abierto los ojos. Esta ceguera me gusta, el mundo del oído y la nariz, sin decir nada. Me invade un sopor agradable y pruebo a sentir cómo se escucha mi respiración pausada primero, después un poco más agitada, después rápida, contra los ruidos de los autos y las voces y el piar de los pájaros. No me he dado cuenta de que regresó Adela y otra vez me toca, seguramente me vio respirar de esas maneras y me dice Rubén, despierta, Rubén, ¿qué te pasa? y torpemente me levanta un párpado con el pulgar, pero me lastima con la uña, yo cierro más los ojos, me hundo, en realidad no quisiera salir de aquí. No sé dónde estoy. Adela se vuelve a ir, suena el teléfono, habla con angustia, casi grita. Quizá debería abrir los ojos.
Quisiera abrir los ojos, pero ya es demasiado tarde. Han tocado al timbre. Luego escucho pasos que se acercan y la voz de Adela y de un hombre que habla igual que el doctor Piedra. Creo que lo mejor es permanecer con los ojos cerrados, por no poner en ridículo a Adela. Si abriera ahora los ojos, la haría quedar como una loca. Además, no los quiero abrir. El doctor usa una de esas colonias que no me pongo yo jamás, Adela dice que son de muy mal gusto. Casi lo puedo ver, perfumado, oloroso a traje recién puesto, a hombre bañado. Es raro, siento miedo de lo que pasaría si abriera los ojos y me encontrara con su mirada penetrante, ésa con la que siempre escarba en uno. ¿Le duele aquí?, pregunta, y a uno le empieza a doler justo donde lo ha mirado. Adela me sacude frente a él, me grita, me zarandea, luego dice ¿ve, doctor?, no sé qué le pasa, algo tiene. El doctor le pide permiso para acercarse, se sienta en la cama junto a mí y la inclina mucho de su lado, un poco más de lo que la inclina Adela. Me da miedo resbalar, caerme, y hago un esfuerzo por tensar el cuerpo y sostenerme sin que se dé cuenta. Me siento extraño entre el calor de Adela y al frescor del doctor Piedra y de repente me pregunto si Adela seguirá en bata, cómo ha de estar preocupada para no haberse cambiado, y quisiera verla pero no quiero abrir los ojos. Tengo miedo de que me descubran, de lanzar una risotada nerviosa. Respiro para no contraer el rostro y todo el cuerpo me tiembla. Adela le dice: mire, empezó a temblar, antes no estaba así. El doctor Piedra me toma la presión, me levanta los párpados, le pide a Adela que me desabroche la camisa del piyama para escucharme el corazón. Después me abre la boca y me pone un termómetro. Mientras esperan a que se marque la temperatura, el doctor le dice que todo esto es muy raro porque estoy perfectamente. Tengo signos incluso de estar despierto. ¿No padezco narcolepsia? No. ¿Soy bromista? No. Ni siquiera el día de los inocentes hago bromas. El doctor se levanta por fin. Me alivia que me restituya el peso de la cama. Me alivia que salgan de la habitación. Una vecina conversa con alguien afuera de la ventana. Luego duermo.
Otra vez me zarandea Adela, no sé cuánto dormí. Tuve unos sueños curiosos, con animales. De seguir así, sólo podré volver a ver en sueños. El resto me lo puedo imaginar, gracias a la costumbre. Ya no pienso en abrir los ojos. El que se despertó esta vez ya no es el que los abre, no debería insistir. El sopor me gusta tanto que podría seguir durmiendo, decido seguir durmiendo, pero no me dejan. Adela habla con alguien más, entre la bruma del sueño me doy cuenta de que hay alguien en la habitación, luego voy sintiendo claramente que se trata de mi hermano Juan. Juan tiene un olor característico, una presencia que conozco. Desde que éramos niños no había vuelto a estar con Juan en mi habitación, es decir, yo acostado y él de pie. Hace muchos años que nadie me visita cuando estoy enfermo, a lo mucho me hablan por teléfono. Juan tiene una voz aguda y de niño me parecía muy chistoso. Juan se acerca y me sacude de nuevo. Ya no deberían sacudirme. Juan dice que a poco, que si no se estará haciendo, y yo casi puedo ver la expresión consternada de Adela. Rubén no es así, estoy asustada. Luego salen de la habitación. Los escucho hablar en el pasillo. Hablan de darme de comer, de beber. No se me había ocurrido pensar en eso, no quisiera que hablaran de comer ni de beber, porque me dará hambre. Ya me dieron ganas de ir al baño. Me voy a aguantar. Ya me ha ocurrido otras veces, de tanto tener ganas se terminan por quitar. Es cosa de resistir el hambre, la sed, las ganas de todo, cerrando los ojos y durmiendo. ¿Qué irán a decidir hacer conmigo? Suena el teléfono, Adela contesta, vuelve a sonar, sólo la oigo decir nada, nada, todavía no. Me tiemblan los párpados, lo puedo sentir. Huele a comida, seguro Juan y Adela comieron mientras yo dormía.
Ahora sonó el timbre, es el papá de Adela, tiene la voz ronca. Otra vez suena, es mi hermana Concha. Adela los conduce a la habitación. Ya no escucho sus pantuflas, supongo que se habrá bañado y cambiado por fin de ropa mientras yo dormía, menos mal. Mi suegro y mi hermana menor me espían desde la puerta de la habitación. Adela les pide que prueben a sacudirme. Rubén, Rubén, me llaman. Concha me da un beso en la mejilla. Siento sus labios húmedos y cremosos del bilet rojo que siempre se pone. Lo hace para parecer más joven. Me dice hermanito, por favor despiértate. Luego viene Juan, está toda la familia rodeándome y yo no sé si debería abrir los ojos, pero siento miedo de su enojo, cómo se enfurecerían por hacerles pasar por esto, abandonar sus obligaciones para venir a verme y yo dedicado a los fingimientos. En realidad, ahora son todos ellos quienes me impiden abrir los ojos. Concha y Juan se sientan en la cama. Siento cada vez más ganas de orinar, pero aprieto y resisto lo mejor que puedo, tiemblo un poco. Concha pregunta, ¿por qué tiembla? No sé, dice Adela, a ratos lo hace. Bueno, ¿entonces qué vamos a hacer?, pregunta mi suegro. Todos salen al comedor. Sólo escucho el fondo de sus conversaciones. Juan estaba comiendo un pan dulce, dejó la habitación oliendo a azúcar. Ya siento hambre, pero no voy a abrir los ojos. De repente, Adela regresa y abre la ventana. Le agradezco el gesto, que limpia el ambiente de colonias, cigarrillos, el pan de mi hermano. Se abraza contra mí; su cara está mojada. Quisiera decirle que estoy bien, que no debe preocuparse.
Es un alivio estar solo otra vez. Hace un rato, mientras todos estaban aquí, oí a los pájaros llamarse para dormir, pero ahora no se escuchan. Ya debe ser tarde, silba un camotero. Está empezando a llover, a lo lejos se oyen los cláxones en la avenida, se van a formar embotellamientos con la lluvia. Pasan cada vez más autos por nuestra calle y el vecino de arriba se está bañando. Si aguzo el oído, llegará hasta mí el tintineo de los cubiertos de los vecinos a la hora de cenar, es algo que siempre me ha gustado, el rumor de las conversaciones y los tintineos. La familia toma café allá afuera, en casa hay un silencio extraño. Quizá están cansados de esperar a que abra los ojos. Por suerte ya se me pasaron las ganas de orinar. No he sentido hambre en todo el día, el sueño me la quita, quizá un poco de sed. Es agradable sentir los párpados oscuros.
Otra vez sonó el timbre, ¿quién más podrá ser? Hace un rato escuché que alguien se iba, yo creo que era mi suegro. Por aquí, dice Adela. Vienen varias personas, mueven algo metálico, huele a desinfectante. Con cuidado, dice Adela, y me destapa violentamente, no sé cómo hago para no reaccionar, el sopor y el tiempo me han vuelto descuidado, podría abrir los ojos sin pensar. Pero ya no se abren. Han puesto algo de metal junto a mí, sobre la cama. Hay voces de hombre, jóvenes, y de repente unos brazos bastante fuertes me cargan, me colocan sobre una plancha, me tapan con una cobija, me atan con correas. Luego me levantan. Probablemente esto está llegando lejos, ¿hasta dónde podrá llegar? Me llevan cargando por el pasillo, paso junto a mis hermanos que están en el comedor. Escucho cómo agarran todos sus llaves, sus abrigos, van a salir todos conmigo y la casa quedará vacía. Es difícil bajarme por la escalera, pues es muy estrecha; los jóvenes, aun así, lo van haciendo con habilidad. Quizá debería abrir los ojos, me reprocharían todos el gasto de los camilleros, la ambulancia, qué clase de broma es esta, me dirían. Ya ni siquiera sé si puedo abrir los ojos, me da miedo probar a hacerlo y no poder. Estamos dando tumbos, siento la lluvia que me cae al salir del edificio, las luces de la ambulancia girando frente al portón. Entonces me orino en la camilla.
Cuento publicado en el libro Edificio editado por Páginas de Espuma, 2010.
jueves, 19 de septiembre de 2013
sábado, 7 de septiembre de 2013
Axolotl por Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No erananimales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No erananimales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
La primera versión del cuento "Axolotl" se publicó en el primer número de la revista Buenos Aires Literaria, en octubre de 1952. Después formó parte de la colección de relatos Final del juego, publicada en México en 1956.
...Para Cortázar los axolotes son la representación viva de la alteridad radical, en la que incluso el narrador sepulta su propia individualidad. Hoy en día en el Jardin des Plantes de París ya no hay axolotes. (texto de Roger Bartra, Axolotiada. FCE, 2011; pg.281 y ss)
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